Los seres sin vida de Kate Tempest (nosotros)

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Mi silencio no ha venido dado necesariamente a causa del desinterés, más bien por el profundo abatimiento que supone observar el constante chapoteo en el lodazal informativo. Han pasado unas cuantas fechas desde la elección de Donald Trump y la cosa sigue más o menos igual, se viva en la China o en Valladolid: una multitud de detractores rasgándose las vestiduras, pues sin duda sus vidas van a verse afectadas sobremanera, algunos otros que por no llamarles partidarios serán los permisivos, bien por su moderada defensa de Trump (el desastre no sería, pues, para tanto), bien por un divertimento basado en el absurdo llanto de los derrotados. Sea como fuere, el caso es que el ejercicio al que se obliga al ciudadano medio que se asome a cualquier red o tertulia es casi tiránico; no se puede opinar desde la barrera o de manera moderada, síntoma inequívoco de pusilanimidad y cobardía, hay que entrar a matar, mojarse (embarrarse) del todo, ponerse perdido como muestra de compromiso de uno u otro lado. Tanto es así que en estos últimos días se ha dado el mayor dislate, por macabro, a cuenta de la muerte de Rita Barberá, con defensores y contrarios a su muerte. Un verdadero sindiós.

El ascenso del discurso plagado de mentiras pero rotundamente claro es una lacra que acecha al mundo occidental en su conjunto, y a diferencia de la creencia general, este tipo de relato no cala sólo en los salvajes y analfabetos, también en individuos con estudios y perfectamente civilizados. A santo de qué si no en los idealizados países nórdicos se está imponiendo esta suerte de pensamiento fuerte, cuya principal virtud es la de garantizar (falsamente) una seguridad –«defender lo nuestro»– que el modelo del bienestar se ve incapaz de ofrecer. A esto se le añade la completa falta de narratividad que se da en el individuo contemporáneo, indefenso en multitud de frentes antes sobradamente defendidos por la socialdemocracia, hoy puesta en duda. El individuo contemporáneo, pues, vive de un trabajo que le asfixia, habita grandes edificios ubicados en ciudades industriales altamente contaminadas, se alimenta en buena medida de comida basura y recibe una ingente cantidad de información basura, que en modo alguno podrá procesar con éxito. Al vivir en un entorno con mucha confusión y que se le revela extraño, se muestra incapaz de relacionar sus raíces (su infancia) con ese mundo, y por tanto difícilmente podrá explicarse a sí mismo; la vida se le convierte en una serie de instantes vacíos y desperdigados pero frenéticos que difícilmente pueden ser llenados, así como el tiempo deviene en un discurrir sin aparente sentido.

Let them eat chaos, nueva obra de Kate Tempest, es una muestra palmaria de lo que vengo enunciando. Cuenta la historia de siete londinenses aislados, despiertos a las 4:18 de la madrugada en un día cualquiera, cada cual por sus particulares razones, pero todos afectados por la impotencia ante el brutal abatimiento de la existencia, la imposibilidad de cambios que atesora una vida en marcha y la incredulidad de que esta esté siendo vivida en efecto y sin desastre; el hecho de que el tren siga en marcha y no descarrile. El noveno corte, Pictures On A Screen, arranca con la descripción de Bradley, “a Manchester boy, done good in a big smoke”, para dar paso a un monólogo interior profundamente literario: “The days go past like pictures on a screen/ Sometimes I feel like my life is/ someone else’s dream/ Most days I’m dazed, walkin’ ‘round,/ I’m workin’, talkin’, perkin’ up/ But always feel I can’t be certain that/ I’ve woken up at all/ Is this life, or this past?”. La vida de Bradley se encuentra tan sumamente automatizada que sólo puede concebirla como imágenes en la pantalla, es decir, como algo ajeno y nunca propio, hasta el punto de figurársele como el sueño de otro (dijo Rimbaud: “Je suis l’autre”); aturdido, es incapaz de discernir si lo vivido es parte de algo –de una vida, continuum que podrá devenir en relato y ser contado a posteriori– o bien es pasado, aquí entendido como el más absoluto vacío, lo no vivido, que es la nada. La cadencia de los versos va conduciendo hacia la deshumanización de Bradley, que llega a intentar verse literalmente a través de una pantalla, la de su teléfono móvil, cuyo visionado le producirá una mayor extrañeza si cabe (“I try new things, I shoot films on my phone/ And I play back them when I’m alone, did that happen?”). Además de un trabajo del todo insustancial –eso sí, exitoso– , Bradley lleva una vida sana, hace lo que supuestamente debe, pero sin resultado alguno (“Cookin’ a meal, right, some/ vegetables, I exercise regularly”) ; su indefensión e incredulidad ante una vida desprovista de sentido le lleva a anticiparse al –se diría– desapacible futuro (“I hate to think I’ll make it to 70/, potentially 75/ And realice I’ve never been alive/ Spend the rest of my days regretting/ wishing I could be forgetting”). Este pensamiento del futuro como un hecho que certificará la ausencia de vida le hace ya pasado, un pasado que, como ya se dijo, se antoja no vivido, un reguero de nada que el individuo va dejando a su (no) paso. La obra de arte se convierte así en el testimonio del progresivo vaciamiento del ser humano, lo que no deja de ser inquietante, pues pone de manifiesto que aquel futuro hace veinte años inimaginable ya está aquí, y el lodazal y parálisis que consigo trae no irá más que a peor.

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