En el repertorio de nuestros más señeros críticos (y aun de los menos) nunca falla el asunto de la trayectoria de la banda; uno lee sus crónicas o reseñas, a menudo erradas, y todo parece orquestado en función de la dirección que tomará el artista, qué ha hecho y hacia dónde va. En tal medida sucede que en lugar de relatar al lector si el disco o concierto merecerá la pena dedican el efímero espacio de que disponen –también en internet, qué libertad– a contrastar ese álbum con el primero o decimonoveno, con aquel grandes éxitos, o el bochornoso concierto que dieron ayer en Calasparra con el fantástico recital en Nueva York, esto último sin duda un verdadero atropello a los calasparreños, qué culpa tendrán ellos de la mala baba del redactor.
La cosa tendría su gracia de no ser por la manifiesta imposibilidad de alcanzar un criterio satisfactorio para «establecer» trayectorias, especialmente cuando por lo general salen a colación con el objetivo de ratificar que todo siga igual, rectilíneo, uniforme y ascendente o bien para atizar con saña y pedantería, como si los eruditísimos reseñistas fueran entrenadores o dietistas que tratan a individuos que padecen de sobrepeso; los músicos no serían para ellos más que desvalidos pendientes a todas horas de sus reprimendas y correcciones, con «grasas» o «calorías» sobrantes a su juicio. Claro que en no pocos casos este supuesto sobrepeso musical se confunde con la actitud de aquel artista que si decide hacer de su obra algo serio, escapando a los totalizadores y asfixiantes conocimientos del crítico, convertirá a este de inmediato y a pesar de su negación satisfecha e ignorante en un demostrado inútil, un miope que pretende encajonar todo lo que entra por su oído en los sonidos marciales del metrónomo de igual manera que le ocurrirá con los estilos. Una ilustración de lo mismo sería:
La danesa Agnes Obel lanzó al mercado en 2013 el álbum Aventine, una delicadísima obra que se antojó en su día al oído de este crítico (y sin duda sigue haciéndolo) un logro impresionante en cuanto a la conjugación de los recursos mínimos; piano sugerente de eterna cadencia, de cuando en cuando acompañado de algún chelo, pero sin excesos o alaracas, y voz dulce pero enigmática que susurra unas letras sencillas, de contenido fácilmente prescindible no tanto por su falta de valor como por lo irresistible del conjunto, que las hace irrelevantes. Hace escasas fechas lanzó Citizen of glass, fallido en su intento de aunar a su propuesta nuevos sonidos orientales, y es más, en su escucha resulta monótono, plano y –quién lo diría– plúmbeo; lo que entonces sobrepasaba las más elevadas cumbres, ahora no alza el vuelo ni medio palmo del suelo.
Como se puede comprobar, el minúsculo texto sirve de prueba para corroborar la evidencia: un carácter decididamente demagógico permite vislumbrar la incompetencia de su autor, que no contento con alabar lo antiguo –y quedarse ahí– decide traerlo a colación, colonizando la práctica totalidad del espacio como trampolín que le impulsa para despacharse con soberbia y pedantería sin par con lo nuevo, siendo así que la diminuta crítica viene presidida por el desdén hacia lo nuevo sin una gran justificación (apenas cuatro adjetivos y dos ridículas metáforas), lo que verdaderamente termina por coronarlo como un escrito verdaderamente impresentable.
El texto llevaba cerca de un mes pululando por mi escritorio y, qué duda cabe, el autor soy (fui) yo.