En el verano de 1965, Warhol ya era la celebridad neoyorkina que dirigía el futuro desde la Factory. En el mes de julio, recibió una visita en su estudio que lo marcó para siempre: Bob Dylan con un equipo de rodaje. El bueno de Andy, enternecedor y siniestro a partes iguales, estaba extremadamente nervioso mientras le explicaba su trabajo a un altanero Dylan, al que no parecía gustarle nada. Tras un rato de mal rollo se fue, pero antes agarró una de las piezas en la que Warhol trabajaba, un Double Elvis y, ante el estupor del pintor, se lo llevó sin dar más explicaciones. Consideraba que su ilustre presencia debía ser pagada con una de esas telitas y así se lo hizo saber a Andy, que en sus memorias escribió socarronamente que seguramente había utilizado su cuadro como diana para los dardos.
Patti Smith llegó a Nueva York unos meses después con las ideas muy claras. Siempre la he visto como Legs McNeill la describe en Por favor, mátame, el libro que sin duda será tu mejor regalo de reyes si no lo has leído. Patti es un portento de inteligencia emocional y estrategia. Siempre ha estado donde debía y cómo debía. Nunca ha sido punk, pero se ha puesto la etiqueta, nunca ha sido una cantante comprometida aunque ha acuñado un himno como People have the power y nunca, nunca, ha representado algo similar a Dylan, más bien a Bowie con la décima parte de su talento. Puede dar la sensación de que le tengo manía. No es cierto, me sé Because the night y la versión de Gloria y la de My Generation del Horses (esta última bonus track aparecida después) son tan buenas como significativas. Pero no es my cup of tea. Hace unos días se emocionaba cuando iba a recibir un Nobel que no era para ella. Ante su voz quebrada se generó uno de esos momentos que los cursis llaman mágicos. Sus fans y los que no lo son se deshacían en halagos. Los que hemos ido a algún concierto en esta última época sabemos que ese es un recurso del que ella tira mucho. Ha construido un personaje que está por encima del bien y del mal, el mito que es tan humano que para una canción porque ha metido un cazo. Entonces pide perdón porque están aún de rodaje y el público se quema las palmas aplaudiendo la humildad de ese pedazo de historia contemporánea a la que le da igual que los pantalones peguen con la camisa. En cierta forma es perfecta, porque ha sabido instrumentalizar su inteligencia emocional superponiéndola a la debilidad de sus fans y -algo muy difícil- lo ha narrado magistralmente en su autohagiografía Just Kids. En ese sentido, es perfecta porque vivió en el Chelsea y no murió de sobredosis, porque estuvo en todas las ollas y nunca se quemó, porque sobrevivió musicalmente a sus fans, como el mismísimo Michael Stipe, porque le abres dos centímetros la puerta y se cuela hasta la cocina.
Nunca ha desperdiciado una oportunidad, y de hecho, como decía arriba; se quedó con un Nobel que no era suyo. Creo que tampoco era de Dylan, como tampoco era el cuadro con el que empezaba el relato. Dylan, que siempre ha sido más listo que los demás, se llevó el Double Elvis a casa, pero no le encontró sitio, tal y como escribe Howard Sounes en Down the Highway: The life ob Bob Dylan. No le iba ese rollo, ya hablamos una vez de los músicos y el arte de su tiempo, así que arrumbó el cuadro hasta que su mánager, Albert Grossman, le dijo que era bonito y se lo cambió por un sofá. En 1988 vendieron el cuadro por 720.000 dólares. En 2012, Sotheby´s vendió una de las versiones en 37 millones de dólares. No le dieron el Nobel por ser el más inteligente del mundo. En realidad sigo sin saber por qué se lo dieron, pero esa es otra historia.