El cruce de planos en las artes no siempre funciona. A veces sí, como cuando Warhol se mezcló con la Velvet y le hizo las portadas a los Stones, pero eso suele pasar en las portadas. Los artistas visuales saben lo que oyen. El gusto es progresivo y coherente: Charris escucha a Beck y Fod a los Temples, pero a la inversa suele funcionar francamente mal. Demasiados músicos viven al margen de la creación visual y exhiben gustos bochornosamente malos. Algunos –en España– están atrapados en las redes de la basura decorativa que propician los deshechos de «La Movida» hasta el punto de imitar esos infiernos estéticos que son las casas de Alaska y Almodóvar o sucedáneos tan lamentables como lo que pinta Antonio de Felipe o su esclava japonesa. No sé por qué ocurre esto, quizá presión de grupo, pero componen música en el siglo XXI y cuelgan de su casa fracasos del peor siglo XX.
Es global, no es algo español y siempre ha sido así. Los Clash tenían el gusto dividido: a Strummer le molaba Warhol y el pop y a Mick Jones, Pollock y el Expresionismo Abstracto. Nada que objetar, pero en 1977 el Pop y el Expresionismo estaban francamente superados: eran carne de museo y el arte iba a una velocidad distinta, de hecho en «The future is unwritten», el documental sobre Strummer, es Damien Hirst el que habla porque es su casi coetáneo, no Pollock ni Warhol.
A veces todo cuadra, como en los casos cruzados de Sonic Youth, de los que pudimos ver una expo en el Centro de Arte 2 de Mayo hace 6 años, o Dan Graham, que solo con «Rock my religión» ya es historia de la creación visual contemporánea y la música popular. Pero pasa poco, demasiado poco. Es como si el arte necesitase de la música pero los músicos pensasen que no necesitan el arte más que para cubrir con imágenes unos discos que cada vez son menos importantes, ya que hay algo en común entre el arte y la música después de Internet: el objeto importa ya poco.