Ante la avalancha festivalera que se avecina en próximas fechas, lugar común ampliamente instaurado de un tiempo a esta parte, cabe preguntarse acerca de la pertinencia o no de tales eventos. Yo, como espectador de a pie general (sólo actué, por así decirlo, como cronista de cámara en una ocasión) no puedo más que mostrarme incrédulo ante el sobredimensionado interés que suscitan tanto por medios como por público. Claro que, bien son responsables los indiscriminados bombardeos propagandísticos impulsados por las promotoras, a los que es sometido cualquier aficionado a la música, por peregrina o tangencial que sea su afición por esta. Pero no sólo eso: la motivación fundamental de quien acude al festival va por diferentes derroteros que, aun ligados con la publicidad, más bien responden al acoso y derribo social que efectúan la mayoría de quienes los frecuentan. En resumidas cuentas, aquello de “¿Vas a ir a…?”
En Las semanas del jardín, ya enfrascado en la estricta dieta de anfetaminas que le sirvieron como motor para el estudio de la gramática y el lenguaje, Rafael Sánchez Ferlosio establece la distinción entre “ir al cine” o “ver esta película”, acerca de lo cual escribe: “ ‘Ir al cine’, como una acción muy caracterizada, no es ‘ver esta película’, sino casi precisamente lo contrario. En lo segundo […], se trata siempre de una acción intencionalmente positiva, dirigida a un objeto específico dado, al que se liga […] la propia determinación de ir al cine”. Y añade: “[…] en lo primero (ir al cine), proyecta ante sí un lugar vacío, para el que, en un segundo acto, se elige –y con frecuencia ni esto tan siquiera– una película determinada, la cual, por eso mismo, queda desposeída de su especificidad, al subsumirse en el simple papel de implemento ocasional para un vacío preestablecido […]”. No es difícil, así las cosas, visualizar los groseros carteles de los grandes festivales, y ver que, en efecto, están en gran medida destinados al público de “ir al cine” o, puestos al caso, el de “ir al festival”; no por diferente motivo se utiliza, cualquiera que sea la índole del festival, la coda “y muchos más…”. Es decir, venga usted que nosotros le daremos todo, especialmente aquello que usted desconocía que necesitaba, oda singular a la cultura del consumo por exceso.
Pues no deja de tratarse de eso, contemplar la oportunidad mercantil y, con el cuchillo entre los dientes, acudir a ocupar el terreno solariego, aunque, eso sí, con la simpatía y amabilidad que sean necesarias. Siguiendo con Ferlosio: “Al orientarse fundamentalmente la producción de la película conforme a la demanda de los espectadores del tipo de “ir al cine”, ya la propia invención es suscitada […] por el lugar vacío que la reclama, y se plasma conforme a sus principios de genericidad y fungibilidad: el repertorio ha de ser ampliamente intercambiable […], alcanzando con ello la aplastante uniformidad de la industria cinematográfica”. Lo cual, dicho en estos términos, podría explicar el modus operandi del consumidor medio: “A ver quién va este año al SOS”, “si no me convence este festival miraré el cartel del BBK, Low, FIB o Primavera Sound, a ver cuál me apaña”. En consecuencia, el anónimo ejemplo tomará una determinación que vendrá dada –en general– por la facilidad de acceso o proximidad, ante la falta de recursos para un hipotético desplazamiento, pues, “al fin y al cabo”, pensará, “no está tan mal el cartel”. En cierto modo, un cartel de festival se parece a las fronteras de los países de Oriente Medio o África del Norte, diseñadas en despachos con escuadra y cartabón.
Último apunte ferlosiano: “Producción y consumo convergen se condicionan mutuamente a través del lugar vacío en que se encuentran y que podría tal vez simbolizarse por el precio de la localidad”. Precio en general razonable dada la tremenda cantidad de grupos que pueblan el festival, lo que llevará a conclusiones del tipo: “Si la entrada me cuesta cuarenta euros y acuden cuarenta grupos, me sale a euro el grupo. Gran adquisición”. Como si –¡Dios nos libre!– se pudieran ver la totalidad de grupos, acto sólo al alcance de algún que otro individuo con pretensiones suicidas; es más: raro es que en el mismo día se vean más de dos grupos, y por ver entiéndase la actuación completa y no estar más pendiente de la bebida propia o de los amigos que de lo interpretado.
Con semejante estampa, no es de extrañar que ante incorporaciones a los carteles de viejas glorias populares como fueron (¿y son?) Rafael o Los chichos, voces como la del admirado Diego Manrique se alcen. En un artículo de El país escribió al respecto: “más bien, es un capricho de gente rica, como aquellos señoritos que –recordaban Los Chichos– les contrataban en las barras americanas de Salamanca para animar la juerga”. Es decir, maniobras que en ningún caso podrán exceder más allá del estricto ámbito propagandista al que pertenecen; eso sí: con seguridad harán las delicias de aquellos que “van al festival”.