Schwarz y Mott en 12&Medio: A nuestro nivel

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Nada es verdad, todo está permitido. Nada es verdad, todo está permitido. Avenida de la Libertad. Nada es verdad, todo está permitido. Lo repito mentalmente. Ni siquiera muevo los labios. Pienso en William Burroughs susurrando la frase en sueños, esperando una respuesta que nunca llega. Imagino al viejo maestro sepultado bajo mantas viejas llenas de bolas. Siento el calor y entonces piso un charco. Noto cómo el agua traspasa la suela de mi zapatilla y atraviesa el calcetín. Me cago en los muertos de toda la humanidad. Avenida de la Libertad. Hoy ha sido un día raro. Hace tiempo que no deja de llover. Llevo despierto once horas, pero parece que acabara de abrir los ojos. En mi última interacción con otros seres vivos, alguien me ha preguntado si sé en qué día vivo. No he sabido contestar. Veo un humo densísimo que envuelve todo y me froto los ojos y sigo viendo humo. Estoy de un místico extraño y sé que la respuesta está en la 12&Medio.

Llego a Mariano de Rojas y hago evaluación de daños. Sigo teniendo cuatro extremidades -caladas- y unos auriculares. Hace tiempo que aprendí que con eso es suficiente para cualquier cosa. Entro en la sala. Están todos. Este es el evento de los últimos meses en esta ciudad. El humo pierde densidad y veo expectación. Me apoyo en la barra. Miro a la derecha y veo al Montana. Tiene la mirada clavada en el escenario, como si llevara diez horas ahí plantado. Le saludo. Me pregunta qué vamos a ver esta noche y vuelvo a no saber qué contestar. Aparecen Mott. Saludan, se miran entre ellos y descorchan su movida. El power trío formado por Marco Velasco, Larry Sandoval y Aarón del Sol suena a lo que mejor ha resistido el final de los 90. Nada de electroacústicas o velas o jerseis negros o taburetes de monologuista: Mott son intensos, robustos, afilados y jodidamente rítmicos. A veces rozan el refrito de Lemonheads, Smashing Pumpkins, Pavement y Tad, pero, de una forma extraña, sus canciones acaban imponiendo algo muy parecido a una personalidad. Si Guy Ritchie y Gus Van Sant escribieran una peli a medias y eligieran la música adecuada, Marco Velasco  podría pasarse un par de años observando a los jabalís de Sierra Espuña. El Montana me mira y saca morros y asiente. Dice: Joder, tío, pues molan un cojón. Y yo me alegro: él también ha dejado de ver humo.

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Salimos. Fumamos. Escupimos palabras como amainar o escampar, casi orgullosos de poder relacionarlas con esta ciudad. El humo termina por desaparecer. Se impone la expectación. El  Montana me vuelve a preguntar qué vamos a ver y sigo sin saber responderle. Y no es dejadez: no sé qué coño va a pasar ahí dentro. No conozco a nadie que haya visto a Schwarz en directo y no lo coloque entre los mejores conciertos de su vida. Algunos los meten hasta en otra liga, como hacían esos taxistas bonaerenses cuando les preguntaban por el mejor jugador del mundo y no mencionaban a Maradona. Entramos. Me cruzo a René y me dice Ya verás, ya verás, esto de ahora es Bitches Brew, pero a nuestro nivel. La frase se me clava en el cerebro. Es extraño que René matice sus palabras. Pero a nuestro nivel. Al poco, lo entiendo: Pocas bandas como Schwarz conjugan de forma tan magistral la evasión con los chicles pegados en la suela de las zapatillas. El escapismo es una declaración política, me soltó hace poco Alfonso Alfonso. Todo cuadra.

Aparecen y yo no sé si es mi estado místico o qué coño pasa, pero no dejo de verlo todo como si ya fuera Historia. Alfonso Alfonso pisa dos millones de pedales y coloca el móvil sobre otros tantos botones. Un foco blanco destaca su silueta y me acuerdo de Charlie Parker, iluminado por ese mismo foco, sacándose la polla antes de que un batería fascista le tirase un plato. Lo mejor es que a Alfonso Alfonso nadie puede tirarle un plato. Suena Hashashin. El Montana y yo ponemos voces de Kraftwerk de la vida y gritamos que nada es verdad y todo está permitido.

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Schwarz me follan la cabeza. Suenan pasionales, inteligentes y primarios. Todo al mismo tiempo. Alfonso separa las piernas y deja claro que le sería demasiado fácil montar la mejor banda de rock and roll convencional del mundo. A su derecha, Raúl Frutos. El cabrón no deja de sonreír. Imagino a Alfonso invitándole a tocar, diciéndole que con unas maracas es suficiente. Imagino a Raúl asintiendo y pensando en la cara que pondrán todos cuando aparezca con todas sus movidas. Intento seguirle el ritmo. No le pillo. Me jugaría el pescuezo a que no deja de equivocarse. Levanto las cejas y abro el foco y me cago en dios, porque suena perfecto. En el centro, esa bestia rítmica llamada Fran del Valle. Mira a Alfonso y sonríe. Tengo que concentrarme para dejar de mirarle. Las líneas melódicas se funden y se convierten en otra cosa que ni siquiera sé cómo se llama. Es como si le dieran por culo al espacio-tiempo. Miro al suelo, intentando no marearme ante este transatlántico. Otro superdotado, Miguel Ángel Orengo, sigue con los timbales la misma lógica extraña de Raúl Frutos. Entre los dos convierten el concierto en un ritual de todo lo que merece la pena en este mundo. A su derecha, justo enfrente de Alfonso,  Juanma Martínez sonríe, complacido. Su sonrisa es diferente a la del líder de la manada. Alfonso aprieta la mandíbula y cuatro o cinco dientes le asoman bajo el bigote, mitad rabia mitad consciencia de estar partiéndolo.

Pasa recuento y asiente. Todos le siguen. Le hace mil señas al técnico, que no se ha visto en otra, y dice cosas como Sube el monitor, así no puedo tocar y lo dice como si estuviera sacando el concierto adelante sin pena ni gloria y yo coloco los brazos en jarras y digo mentalmente no me jodas y le suben tres o cuatro quintos y tres o cuatro botellines de agua y se tira medio minuto colocándolos donde tienen que estar. Kraut, space-rock, progresivo, psicodelia electrónica, trazas stoner,  Schwarz despliegan tantas corrientes que la única manera de entenderles es esa que consiste en ir más allá y cerrar los ojos y mover cada puto milímetro de tu cuerpo.

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Entonces se largan y le digo al Montana que qué dice. Y no dice nada. Asiente. Salimos y dice Joder, joder. En otra situación me daría el pegote de alguna forma, pero ni siquiera se me pasa por la cabeza. A la altura de Santo Domingo aprieto el paso. No he sido capaz de escuchar música en el trayecto de vuelta a casa. Me cruzo con una pareja que discute. Ya no llueve. El sonido que producen mis zapatillas caladas al doblarse amortigua cualquier otra cosa, excepto una certeza gigante: ya sé lo que diré cuando sea taxista y alguien me pregunte algo.

Fotografías de Diego Montana

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