Acaba de morir Zygmunt Bauman y esta es la primera reflexión que vinculará su trabajo a la música actual a modo de tributo. Bauman es el filósofo –aunque era sociólogo– de la “modernidad líquida” un concepto brillante y oportuno, claro y escueto, certero y matizable que acota la pérdida de los referentes sólidos, de los pilares sobre los que se construyó nuestra sociedad. La lucidez de su trabajo se fue diluyendo en ensayos en los que todo era líquido, empezando por la cultura, pero siempre con el acierto de base de haber diagnosticado la disolución de nuestras estructuras morales y políticas ante el empuje de la ola neoliberal, de las corporaciones que asaltaron el poder político para desplazarlo, desvinculándolo de un lugar físico: haciéndolo difuso e inoperante en la era de la modernidad líquida. La percepción de Bauman de la posmodernidad, ese término hueco y ampuloso, pasa por la crítica despiadada a la globalización y a la pérdida de valor de las cosas e ideas ante el empuje de un consumo sobre el que construir un futuro que no es tal. La negativa percepción de las redes sociales acompaña esa visión pesimista de alguien que miró el mundo fluir desde una perspectiva sólida. La música es uno de los elementos que se ha licuado, como los sólidos basales de nuestra cultura. El objeto se fue disolviendo: de la corporeidad del vinilo, ese soporte para el arte, ese frágil objeto a venerar pasamos al CD y acabamos en el mp3. Es un lugar común, pero en esa licuación hemos perdido el aprecio a la experiencia, el respeto al proceso y el logro de la obtención. La accesibilidad en la era global, en la era de la descarga y el streaming, ha hecho que los tiempos de apreciación se acorten: donde antes escuchábamos un vinilo durante una tarde ahora pasan por nuestro reproductor diez discos que, someramente escuchados, pasan a ser dos, ya que los otros 8 se borran. No les daremos las oportunidades que le dimos a los discos hasta los 90. Curiosamente los focos de distribución de música en la red se hallan deslocalizados, como las corporaciones que utilizan a los países con una mentalidad extractiva. Es anónima su difusión y son empresas casi abstractas las que explotan un caudal inmenso de música que fluye inagotable obligando a los músicos a cambiar su modo de vida, condicionando para siempre la propia creación musical. Todo esto, como en el fracaso, en la licuación de nuestros sólidos apreciados por Bauman, por la codicia de las corporaciones en la era anterior a la licuación. Esa mala praxis empresarial abocó a la música a su desobjetualización con la llegada de las redes. El logro más apreciable es el convertir al cliente en proveedor para crear un tercer cliente que antes no existía. Tal vez no incidió demasiado Bauman en el hecho de que el perfeccionamiento de las estructuras neoliberales dependía de la imperfección de las estructuras culturales. El punto más débil ha resultado ser la música, en permanente crisis no solo como modelo empresarial, incluso como lenguaje. Su inmaterialidad plantea una metáfora de la fluidez tan interesante como lamentable en un futuro incierto, sumido en un líquido poco deseable, quizá el Yellow River de Christie.