Artículo escrito por Alex Palahniuk
La celebración del Monsters of Rock en Moscú en 1991 tuvo un importante simbolismo para Occidente: por una parte, la capital rusa fue el epicentro del comunismo; y por la otra, como forma de propugnar sus valores subyacentes desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en territorio hostil. La idea de reunir a Pantera, The Black Crowes, Metallica y AC/DC estuvo exenta de casualidad: se buscaba un mensaje político incendiario –llevado a cabo por Pantera y sus letras fuertemente influenciadas por el thrash metal, el punk y el hardcore punk– una formación que reflejase a la perfección el ‘american life style’ –proporcionada por los Black Crowes- y lo más importante: dos combos en el mejor momento de sus carreras como AC/DC y Metallica, que se habían convertido en símbolos de la dimensión económica y cultural que el Rock había adquirido y Occidente explotó para obtener réditos políticos. El festival se celebró en un ambiente de crispación en la nación. La actuación del Partido Comunista, que nunca apoyó férreamente a Gorbachov, Presidente de la Unión Soviética, acusándolo de diluir la identidad política y cultural del país en favor del denominado `mundo libre`, tuvo mucho que ver en las operaciones políticas y militares patrocinada por el KGB y el sector bunker del partido con el objetivo de derrocarlo en agosto de aquel año. El festival estuvo cerca de no celebrarse.
Con un mandatario que recibía con impotencia las noticias de la insurrección en la capital, mientras el KGB lo mantenía retenido en Crimea, se decidió llevar a cabo el festival en el Aeropuerto Tushino –símbolo de aquella Rusia que, entre los años cincuenta y sesenta intensificó la carrera armamentística, nuclear y espacial–, pese a las circunstancias. La idea de Gorbachov de querer presentar un país que no fuese un gigante con pies de barro, tuvo como ejemplo este festival. El Ejército Rojo, desde el primer concierto hasta el final del festival, se tuvo que emplear a fondo para contener a los asistentes. Y entre las caras de sorpresa del público –que habrían dado material de sobra a Chaves Nogales y Kapuściński para un reportaje–, se vislumbra una especie de cólera mezclada con la alegría ante el advenimiento de un momento histórico anhelado desde hace décadas.
En el respetable se constata a la perfección que el mejor puerto de embarque de la modernidad es, en ocasiones, la música, y en este caso el rock adoptó ese papel. Para cuando se suben Pantera, las Fuerzas Armadas tienen que aumentar la represión por la incendiaria actitud de un Phil Anselmo que, en un alarde de beligerancia para con las fuerzas del orden, llamó al público a subvertir la situación política del país. Un set-list inapelable por parte de una agrupación que, con la edición de Cowboys From Hell (1990), había hecho del metal también un adalid de la modernidad. Su actuación se contraponía a la de unos The Black Crowes quienes, tras el recital de los locales E.S.T, tuvieron la siempre complicada tarea de hacer entrar al público en calor con una propuesta que poco o nada tenía que ver con la cultura soviética como el Rock sureño. Con su espectacular hibridación entre los Stones de finales de los sesenta y principios de los setenta, los de Georgia pusieron la calma en medio de la tempestad en un concierto en el que los espectadores, sin la excitación del concierto de los tejanos, se dejó llevar del savoir faire de éstos.
Nos acercamos a la noche, y mientras Gorbachov observa desde su casa en Crimea cómo el mismo Ejército que le proporcionó lealtad intenta restaurar un sistema que había dejado a Rusia como un país anquilosado y con su autoridad discutida a ojos de una comunidad internacional que acogió con entusiasmo su subida al poder, es turno de Metallica, quienes, presentando el The Black Album (1991), llevaron el festival a su máxima expresión. Para bien o para mal, habían partido la escena metálica y rockera en dos con la edición de este trabajo: o los odiabas o los amabas. Si los de San Diego dejaron de querer convertirse en iconos del Thrash para tornarse en referencias musicales de carácter global fue, en parte, gracias a esta actuación. Lo mismo sucedió con AC/DC, que rubricaron un festival maravilloso no exento de problemas: la tensión acumulada por el incierto desenlace político de un suceso que a punto estuvo de resquebrajar el intento de modernización del país por parte de Gorbachov con sus perestroika –una sucesión de reformas económicas destinadas a reorganizar el sistema socialista–, su glasnot –transparencia y liberalización de un poder político secuestrado por las élites del Partido Comunista–, animó todavía más al respetable: habían pasado demasiadas décadas de sojuzgamiento, humillaciones y libertades proscritas como para no tomarse una revancha particular contra sus verdugos.
El triunfo del Monsters of Rock de 1991 fue, seguramente, el de una época en que la música sí iba de la mano con el cambio político y social. Mucho antes de que apareciera Internet y se volviera viral el papel del artista afectado, melifluo en sus juicios y timorato en sus actuaciones, antes de que las redes se tradujeran, en el aspecto musical, en una magma de contaminaciones tanto musicales como de estilo en los que predominan el «parecer» en detrimento del «ser», el festival nos mostró que se hace música al igual que se escribe por varias razones: para colmar vacíos, para forjar nuestra propia rebeldía, para pretender ganarle batallas tanto al pasado como buscar desquites contra la realidad. Una vez terminado el espectáculo, la Unión Soviética caminaba con paso decidido a su desintegración e inclusión paulatina en el sistema liberal, oficializándose ésta en diciembre de aquel año. El Monsters of Rock había sido su enterradora desde el punto de vista cultural. Estuvo a punto de no celebrarse, pero, de vez en cuando, la Historia nos enseña que la lucha por un ideal caldea los corazones y nos ayuda a acometer las empresas más difíciles.