Camela, Luar na Lubre, Fernando Alfaro y Cat Power, o de "cómo la música nos salvó de la muerte por hipotermia"

  BRUJA-GITANA-luar

“Sueño contigo, ¿qué me has dado? Sin tu cariño no me habría enamorado”. Me despierto, estoy conduciendo la moto. Joder, ¿por qué estoy cantando esto? “Sin tu cariño no me habría enamorado”. Pues claro que no, es absurdo que tengas que hacer una canción para llegar a esa conclusión. 5… 10… 20 km… “Sueño contigo” Se repite una y otra vez. Camela es la hostia. Un puto grupo que teniéndolo todo en contra (las letras, la música, la belleza) consigue que hasta un imbécil como yo esté cantando su mierda de historia de amor. Aunque claro, estoy al borde de la neumonía y de alguna forma tengo que sobrevivir. Hace media hora dejé de cacarear –cacareo cuando por supervivencia necesito mantenerme despierto, y funciona‒ pero eso ya no me sirve. Necesito algo suficientemente potente como para olvidar que si tengo que hacer una frenada de emergencia no podré porque no siento los músculos de las manos; para olvidar que si tengo que apoyar de urgencia los pies en el suelo no podré porque tengo acero toledano clavado en las rótulas; para olvidar que si estuviera tan solo unos pocos puntos bajo un coeficiente intelectual medio, me habría comprado una puñetera visera para el casco que me protegiera del aire gélido y ahora mismo no me costaría más de 10 segundos parpadear, levantar una ceja o incluso abrir la boca para respirar. “Y es que te quiero y tú me estás olvidando”.

Anteayer ‒el sábado‒ llegamos a Cuenca. Salimos de Murcia con poco más que una chaqueta y nos faltó robarle la chimenea y la piel a los viejos de un bar de Motilla del Palancar. Llevar a Adrián de copiloto es jodido porque sus gordas, obesas, tremebundas piernas me impiden maniobrar bien. No obstante sus gordas, obesas, tremebundas piernas me calientan los riñones a la vez que me cortan la circulación a la altura de la cintura. Puede que por esta razón consiguiéramos llegar vivos a lo alto del mirador de Cuenca a las 22.00h, aducir que no haber reservado un hostal había sido una mala opción y dejar todas nuestras pertenencias bajo un arbusto en mitad de un barranco confiando en la bondad y honradez del ser humano. Cenamos tripas de cabrito lechal enrrolladas en un palo (zarajo). Mientras tanto unas muchachas a nuestro costado me causan la misma repulsión o más que un adorable cabritillo destripado. “Tardo en contestarle a los mensajes y le escribo cuatro palabras. ¿Cómo es tan gilipollas de no darse cuenta de que no quiero follármelo?”. Pobre muchacho, a mí me han ignorado de ese modo, y a ti, y a tu colega también. “Seguro que el muy triste tiene toda la pared empapelada contigo jajajajijijijujuju”. Las tripas del lindo cabritillo se me repiten, aunque ahora la pena que siento por habérmelas comido reside en no haberlas usado para ahogar a estas tres mujeres. Fui a pedir lo que aparentaba ser un queso manchego con miel cristalizada, pero me dijeron que era en aceite, así que decididamente nos fuimos a empezar a beber.

leyenda

Si hay algún lugar de este vasto mundo donde se puede certificar la muerte de la música, ese es Cuenca. Como buenos murcianos fuimos en busca de cerveza barata y algo de rock que la acompañara, o funk, o blues, o punk, o música que no fuera conducida por tan bonitos versos como “Eres mía, chúpamela puta» (no se me da bien componer letras que finjan ausencia de machismo). Un hombre nos dijo que “bares con rock ‘de ese’ ” no habían. Que nos fuéramos a beber a la plaza de España como hace todo el mundo y luego a los bares de, atención, LA CALLE. La calle es una mierda de calle de bares con fachadas brillantes blancas y lasers saliendo de los ventanales. Pero a pesar de que todas cuentan con el gran punto a favor de tener mesas en la puerta con platos de jamón de la tierra, decidimos no resignarnos. Fuimos a una confitería reconvertida a despacho de cervezas nocturno y unos punkis, que decían haberse peleado con un amigo por la ofensa que suponía ir a su casa bien vestido portando en la muñeca una bandera españolista ‒una puta bandera‒, nos invitaron a ir con ellos ‒a pesar de ser terroristas del agua‒ al único bar de rock, la Sala Babylon. Era noche rockabilly y el pinchadiscos lo estaba partiendo ‒como dicen los modernos‒. La lástima fue enterarnos de que ese mismo día la cerraban para siempre. Una de las punkis me dijo que su grupo favorito era Eskorbuto. Yo le dije que a mí me flipaba Charlie Byrd. Le aclaré que era bossa nova y samba. Ella, intentado congraciarse conmigo, me dijo que también le gustaba la rumba,  que Estopa era la polla. Salimos fuera. Se había nublado y solo pensábamos en cómo cojones íbamos a dormir al raso, hasta que… por obra y gracia de Sid Vicious, el punki mayor nos invitó a dormir a su casa. Lo primero que hizo Adrián al llegar fue derramar un cubata sobre la mesa. Lo segundo fue proponerme como pinchadiscos. Puse un tema de Pepe Deluxé, y Adrián saliendo de su letargo dijo: “de puta madre cabrón. 30 segundos después, cuando todo parecía ir mejor, el punki mayor cambió de canción y se arrancó a cantar “Sueño contigoooo, qué me has dadooooo???” La farlopa corría por el salón persiguiendo al garrulismo. Nos fuimos a dormir a las 8. Rompimos la cama (literalmente dos patas) y cuando nos despertamos a las 11 ellos seguían escuchando Camela. Nos abrazamos a Gonzalo, el lunes se examinaba del teórico del coche. Le deseamos suerte. Dijo que iba a dormir hasta el día siguiente. Comprendimos por qué a veces los fachas tienen razón cuando les tiembla la mano a la hora de firmar becas.

Nuestra mochila seguía bajo el arbusto a pesar de estar junto a una ruta senderista. La cargamos en la moto y condujimos a la gélida sierra de Cuenca. Nos habían hablado de un ermitaño que había tallado en roca un bar entero y queríamos conocerlo, pero… bendita nuestra suerte, descubrimos que la baja densidad demográfica nos había atrapado en un sinfín de monte sin pueblos, y los pocos que había carecían 1º, de bares abiertos; 2º, de bares; 3º, de gasolineras; 4º, de gente. Se nos rompió la reserva de un depósito de tan solo 8 litros. Las dos únicas personas humanas a nuestro alrededor nos ofrecieron chupar con una manguera gasolina de su coche, sin embargo, en nuestra abusiva dignidad, decidimos intentar llegar hasta la gasolinera más cercana. 20 km después, en mitad de la noche, al borde la congelación, recordamos a Paco, un cabrero cojo antiguo actor de teatrillo dedicado al turismo rural en la tranquila aldea de Valdecabras. Paco me dijo que a veces no escuchaba el móvil, que lo mismo lo dejaba por ahí, que lo mismo lo dejaba por allá. Lo llamamos 15 veces. No contestó. La única opción era volver a ese pueblo, buscarlo y, si la suerte nos sonreía, evitar la muerte en mitad de la Serranía. No sentía las manos, pero sí pinchazos en el pecho y cómo la vista se me iba nublando. El silencio, la oscuridad, la nada con ese estómago que todo lo traga me llevaron a cantar. Y canté, canté a Luar na Lubre:Tu gitana que adevinhas, me lo digas pues no lo se, si saldré desta aventura o si nela moriré. O si nela perco la vida o si nela triunfare. Tu gitana que adevinhas me lo digas pues no lo se”. La canté sin pensarlo y cuando terminé me pareció premonitorio, aunque no sabía cuál sería nuestro final. El subconsciente me la trajo. La canté cada vez más fuerte, hasta que el pecho se me hubo calentado. El casco se me empañó, abría la visera, apagaba las luces, me dejaba digerir por la nada. “Tu gitana que adevinhas”. Cuando me quise dar cuenta ya habíamos llegado y yo seguía consciente.

gallina

Paco no tenía puerta en su casa, Paco tenía un perro de 200kgs. Lo llamamos y lentamente nos acompañó a la casa de “la chica”. “La chica” es la que lleva la casa rural. Nos aposentamos y la esperamos junto a una gallina coja, un gato con una pata amputada víctima del cáncer y otros tres gatos que pugnaban por un hueco en el sofá. Mientras Adrián vaciaba sus esfínteres yo leía frases de libros como: “La vida es hermosa”, “La búsqueda comienza en uno mismo”, “La espiritualidad del sexo”, “Explora el yoga, encuentra el bienestar”. Yo pensé que puestos a hacer deporte prefiero el sexo al yoga, y que la vida comienza en uno mismo y acabas por descubrir que es un valle de lágrimas, sobre todo si estás a 0ºC y no tienes abrigo. Se abrió la puerta. “La chica” en realidad era una señora de 50 y tantos, pero claro, en un pueblo de 35 habitantes de los cuales la existencia de 30 solo se explica con la resurrección de la carne, es lógico que llamen así a la única persona viva que puede “saludar al sol” sin partirse en dos. Nos pregunta que si sabemos pelar patatas. Contestamos que sí. Nos dice que lo hacemos muy rápido. Mientras corta la cebolla, fríe las patatas y bate los huevos, descubrimos que estuvo viviendo en una cabaña en Aledo y en una huerta de Molina de Segura. Cuenta que siendo maestra de escuela leyó en un libro que unos artistas compraban una carreta y un mula e iban recorriendo el país actuando. Así que ni cortos ni perezosos, ella y otros dos amigos fueron a un poblado gitano en Llobregat y compraron una carreta y una mula. Abandonaron sus trabajos y bajaron el litoral levantino durante 3 meses representando su teatrillo. Esto fue hasta que acabaron en Aledo y tras largos días en el teatro de Totana, la mula, a la cual ataban todo el día bajo un árbol, murió por picaduras de zángano. Era de esperar, pues un día que llovió a la Mula se le aclaró la crin. La mula era vieja y los gitanos se la habían tintado, pero es que ellos además durante un mes entero no sabían que tenían que darle de comer. Decidieron trasladarse a París y trabajar para costearse los estudios de arte dramático en una de las mejores escuelas. Luego viajaron a Tailandia para trabajar, obtener experiencias y encontrarse a sí mismos. Como muchas veces le ocurre al inmigrante les abatió la pena de la tierra y la necesidad de poblar una como suya por siempre. Es por ello que construyeron con sus manos una casa en Valdecabras (la que sería nuestro albergue). Mientras “la chica” iba a casa de Paco a por morcillas, Adrián y yo nos preguntamos si zarandeando a esa mujer lograríamos que se cayera la llave de la felicidad que escondía en algún bolsillo. “Después de viajar tanto te das cuenta de que la felicidad es algo más sencillo. No está tan lejos como crees, y en ocasiones levantarse por las mañanas y encontrarse en la naturaleza de un pueblo como este, viviendo el arraigo, dando y sacando de la tierra lo que necesitas, descansando las noches y las mañanas, es suficiente”. Claro, pensábamos, pero ella tuvo que descubrirlo a base de riesgo. Joder, comprar una puta mula y matarla, recorrer medio mundo y morirse. Construir una casa y aprender que la lucha de egos lo mata todo. Paco fue su pareja. Él también actuaba, a su manera, sencillo, como un hombre castizo de pueblo, pero cuando surgió la oportunidad de viajar a Venezuela con el teatro, Paco, su amor, declinó pues tenía que cuidar de lo más importante que tenía: sus cabras. ¿Un impedimento aprendido? Quizá, pero Paco, con su cojera, parecía otro hombre pleno.

Las morcillas no llegaban. “La chica” seguía en casa de Paco pues se quedó a hacerle un masaje en el pie. Cenamos tortilla carbonizada y unas morcillas que bien valdrían para pastar durante dos días. 12€ tendríamos que pagar por esa tortilla quemada que nosotros habíamos contribuido a manufacturar. Paseamos en la noche estrellada, caminamos por senderos invisibles, bebimos vino. Era la primera vez en mucho tiempo que Adrián y yo dormiríamos bajo un techo pagado a lo largo de un viaje. Nos asaltó la pena del ciudadano. Recordamos nuestras carreras, nuestra vida acotada por la vorágine del “no tienes trabajo”, no tienes una pareja que te piense, nadie te reconocerá nada si no haces lo que está mandado. Quisimos seguir paseando en el frío que tanto nos estaba haciendo sufrir. Bebimos agua de la fuente, gélida, limpia, y cuando estuvimos llenos, dormimos.

Madrugamos y desayunamos con “la chica”. En el albergue no solía tener nada porque también comía y cenaba en la casa de Paco. Todo era de Paco: la mantequilla de Paco, el pan de Paco, la miel de Paco, la leña de Paco, el pene de Paco… Paco el cojo era un hombre que compartía y que jamás cobraría los 12€ de las patatas, los huevos y la morcilla de Paco. Nos abrigamos todo lo que pudimos. Me puse el casco y Françoise Hardy empezó a cantarme:Le premier bonheur du jour /C’est un ruban de soleil /Qui s’enroule sur ta main /Et caresse mon épaule (La primera felicidad del día es un rayo de sol que se envuelve en su mano y acaricia mi hombro)”. El sol fulgía y tras pasar el día visitando la sierra nos dirigimos a hallar al ermitaño de la Pedrera. Por el camino casi atropellamos a un pájaro con las alas rotas, un conejo y dos ciervos. Gracias a dios no nos encontramos con los osos y lobos que nos advirtió “la chica”.  Una señora con tres dientes nos indicó como pudo el camino. Éste era un camino forestal sin asfaltar, lleno de barro y con piedras enormes. En una moto de carretera evitar el accidente podría haber sido lo más increíble de aquel día. Estaba cerrado. Un perro intentó atacarnos y en ese momento agradecimos tener un pulgar oponible que el perro no para cerrar la verja. Anochecía y teníamos que volver a Murcia. Nos abrigamos y le dije a Adrián, “tranquilo, pararé cada 60 km”. En mitad de la más oscura noche, de la más profunda nada, Fernando Alfaro me contó un par de verdades:Cuando Javi a la edad de 7 años cayó al interior de un pozo ciego, el sol del mediodía de repente se desplomó sobre el mundo para siempre. El mediodía era su niñez, el ocaso la vejez del hombre, del hombre que muere siempre de noche”. Sentí que no era suficientemente viejo como para haber aprendido eso, pero que estaba en el camino y si llegaba, lo comprendería.

señor de madera

Cumplí. A los 60km paramos en la cafetería de un hotel. Adrián no era capaz de moverse. A mí me dolían tanto las manos que no pude ni coger las llaves. Sacamos toda la ropa de las mochilas y nos la pusimos. Por último robamos un periódico. Me metí a Jorge Fernández Días en la entrepierna y a Esperanza Aguirre en una de las corvas. Fuimos a pagar crujiendo. El café no había hecho efecto. Adrián me preguntó si pararíamos a los 60 km. Contesté que sí.

El frío me está matando. Atravesamos campos llenos de árboles que se transfiguran en el fondo de un cielo iluminado por la luna. Me causa miedo y siento la responsabilidad de llevar vivo a Adrián y no abandonarlo a sus pies. Sufro tanto dolor que necesito seguir cantando. Busco, pienso, los árboles, el miedo y oigo al Werewolf de Cat Power aullándome: Once I saw him in the moonlight, when the bats were a flying. I saw the werewolf, and the werewolf was crying. Cryin nobody knows. (Una vez lo vi en la luz de la luna llena, cuando los murciélagos volaban. Vi al hombre lobo, él lloraba y nadie sabe por qué)”. Mi aliento es lo único capaz de calentarme. Estamos llegando a Albacete. Los 60 km se pasaron hace 30. Solo quiero que esto termine. Me vuelven los dolores al pecho, siento como si fueran a explotar. Llevo tres guantes, TRES, y me están atravesando con puñales las manos. Entro en pánico. Ha llegado a nublárseme la vista. No puedo fijar los ojos en la carretera, está todo borroso, las luces difusas me ciegan. Si no paro nos vamos a estrellar. No puedo más.

Adrián está al borde la hipotermia. No es capaz ni de recriminarme los 130 kms de más que hemos hecho. En Tobarra no hay nada. ABSOLUTAMENTE NADA. Adrián respira tan fuerte como un caballo. Tirita. No es capaz ni de caminar. Lo golpeo, lo zarandeo, lo abrazo, pero no surte efecto, no puede hablar. Nos encontramos a unos chavales en una máquinas de comida comprando papeo para irse a pescar mientras fuman porros. Es lunes de madrugada. Joder, nos dice uno que se fue al pueblo de al lado en una vespino y casi no lo cuenta. Llegados a este punto no sé qué hacer. Si volvemos a montar corremos el riesgo de acabar malheridos. Le digo a Adrián que no pienso llevarlo al hospital. Es un mulo y acepta subir. Cada vez hace más frío, o quizá sea un ensueño. Empiezo a sentirme peor, pero si volvemos a parar la noche nos engullirá. Repaso mis títulos. Estaba vez llama a mi puerta Daniel Gray cantándome que hay una cosa muy divertida: la muerte. Es una de mis canciones favoritas, me motiva. Habla del positivismo vital aceptando como primera meta la muerte. Tras eso todo lo que queda es vivir. Vivir aunque el óbito sea el paso siguiente. Sin riesgo ni emoción estamos muertos. Pienso que igual este viaje ha sido absurdo. Nos hemos expuesto a un dolor extremo que jamás habíamos sentido. Adrián roza la hipotermia y yo me he vuelto a quedar ciego. Cuenca en moto en enero no merece una medalla a la inteligencia, pero el viaje ha merecido los 10 años de vida que estamos perdiendo. Quizá lo que nos ocurra es que deseamos el hambre para hoy y el pan sin dientes para mañana. “Born to death. Alive to die. It’s a funny thing”. Somos dos jóvenes sin dinero ni futuro cierto anteponiendo una experiencia traumática por vivir una excitante.

Estamos llegando a Murcia. Adrián me pide que lo deje en su casa. Me cuenta que se ha dado una ducha de agua hirviendo, que luego ha cogido todas las mantas de su casa y se ha sepultado bajo ellas. Al día siguiente amanece enfermo. Yo también. Me duele todo, pero me acuerdo de la gitana de Luar na lubre. De esta aventura hemos salido vivos. Ha sido la música. No hay otra.

4 comentarios en “Camela, Luar na Lubre, Fernando Alfaro y Cat Power, o de "cómo la música nos salvó de la muerte por hipotermia"”

  1. Adrián Yvoyalaruina

    Como musa que soy de este artículo he de decir que todo es cierto.
    «Llevar a Adrián de copiloto es jodido porque sus gordas, obesas, tremebundas piernas me impiden maniobrar bien. No obstante sus gordas, obesas, tremebundas piernas me calientan los riñones a la vez que me cortan la circulación a la altura de la cintura. »
    Esto es cierto.
    «Nos fuimos a dormir a las 8. Rompimos la cama (literalmente dos patas) y cuando nos despertamos a las 11 ellos seguían escuchando Camela»
    Esto también.

    1. Ojalá y nunca pases un solo tercio de aquello. Yo creo que debe ser una sensación muy parecida a pasear desnudo por Burgos en plena nevada.

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