La escena es la siguiente: 1942, una orquesta de famélicos, cuyas chaquetas, otrora orgullo de su condición, cuelgan de sus escuálidos e ínfimos cuerpos, interpreta una música heroica, tanto por lo que expresa como por el estado de los intérpretes; la sección de viento sobreponiéndose a unos soplidos que hacen prever el desmayo, la percusión golpeando virulenta con bracillos de infante, las cuerdas serrando sus instrumentos, conscientes de que en caso de detención de la vorágine desatada desfallecerán y con ello arruinarán la obra. Prácticamente desmantelada durante los últimos meses de asedio, las múltiples bajas fueron subsanadas mediante la incorporación de músicos de orquestilla o militares, hasta hace unas semanas en el frente; ninguno de ellos había tocado una sinfonía. Pero increíblemente, bajo la batuta de un director que se sabe comandante al mando de unas tropas sin vitualla, pertrechos ni casi armas, pero con espíritu inquebrantable, la obra sale adelante ante la emoción del público, que aplaude entre lágrimas sintiéndose parte de la heroica resistencia; desde la casa de la Orquesta Filarmónica de Leningrado se percibe además un intenso fuego de contrabatería, contrapunto orquestado por los comandantes reales que protege el corazón de la vieja ciudad de los zares.
Así al menos –más o menos– lo relatan los historiadores, rendidos a la bella imagen del pueblo numantino enfrentándose a los bárbaros nazis; Leningrado, como pieza clave a cobrar según los planes de la Operación Barbarroja, llevaba sufriendo un largo asedio –casi un año– en el transcurso del cual sus habitantes, sin importar su situación social, sufrieron una hambruna crónica que derivó en múltiples enfermedades y frecuentísimas muertes: tan frecuentes que la estampa habitual al andar por las heladas calles pavimentadas era la de alguien tirando con singular esfuerzo y como bestia de carga de algún ser querido envuelto en sábanas blancas. A ello asistió en primera persona Shostakóvich, el a la postre compositor de la heroica sinfonía que, en el momento de su interpretación en el corazón de los horrores, ya gozaba de tremenda fama internacional, especialmente en los Estados Unidos, donde las masas, emocionadas, veían en esa música el ejemplo para el mundo entero de libertad y luz frente a las fuerzas de la oscuridad –¡una sinfonía emocionando a miles de personas!, ¡y norteamericanas!–. Eran, sin duda, otros tiempos. Evidentemente, aquel éxito propagandístico hizo las delicias del régimen soviético, no tanto tiempo antes (como sucedería después) en el punto de mira de las democracias occidentales; el enfrentamiento desigual contra la Alemania de Hitler borró las anteriores discrepancias, de suerte que los editoriales de la prensa y sus portadas periódicos idealizaron al pueblo soviético como garante de las libertades, algo incluso compartido por los ceñudos críticos musicales, en un principio no muy convencidos ante la propuesta populista del compositor, pero finalmente de acuerdo con el fondo que residía en el compromiso del arte con la causa.
Por paradójico que pueda parecer, el nuevo héroe de la Unión Soviética había sido seis años atrás reprobado por el mismísimo líder en persona; su versión operística de Lady Macbeth irritó a Stalin, desplazado al palco de honor ante el magno estreno; al ser preguntado por un periodista cuál era su veredicto, sentenció: «Esto es una estupidez, no es música», palabras que en la práctica suponían la aniquilación de cualquier aspiración en la carrera de un artista y su condena al ostracismo de por vida. La crucifixión oficial no se hizo esperar, en forma de crítica aparecida al día siguiente en el Pravda –periódico del Partido Comunista Soviético– , que entre otras lindezas subrayaba que Shostakóvich «no ha tenido en cuenta todas las exigencias de la cultura soviética: desterrar la grosería del arte y todas las formas de barbarie de los últimos rincones de nuestra vida». Se le acusó de formalista, de experimental y, en suma, de traidor al realismo socialista; todo compositor decente y digno de pertenecer al pueblo sovético tenía que glorificar la lucha del proletariado, rechazando esos típicos comportamientos burgueses que conllevaba cualesquier intento de innovación; el resultado inmediato fue la aceptación de Shostakóvich de las cláusulas impuestas desde el partido y su total abandono de la llama que había ido alumbrando su obra; a partir de entonces enfocaría sus esfuerzos en encumbrar la épica de la lucha de clases. Ciertamente tuvo escaso éxito, claro; plegarse a las disparatadas exigencias de los aparatos de propaganda aniquila cualquier belleza y posible creación, además de que aquellos causantes de tu desgracia no van a retractarse de una postura que juega a su favor (el tiempo) si no hay a cambio una rendición incondicional, de tal manera que tras varios años absolutamente plegado, Shostakóvich volvió a ganarse el frágil respeto de la dirigencia comunista, seguramente satisfecha de ver que sus mecanismos anuladores, capaces de reconducir espíritus libres al corral de la mediocridad a su antojo, seguían funcionando.
A su muerte, dos décadas posterior a la de Stalin, apareció un tal Volkov con un libro escrito que aseguraba ser la verdadera historia de Shostakóvich, retrato de un artista que, en vez de haber aceptado el juego de los gerifaltes (yo te doy esto a cambio de esto otro), estaría secretamente enfrentado a ellos, constituyendo poco menos que un guerrillero secreto cuya arma era su música, y en ella disponía una serie de mensajes cifrados que denunciarían los horrores del estalinismo. El libro desató una polémica entre creyentes y herejes de las teorías volkovistas que todavía prosigue y a buen seguro seguirá por ser una representación casi plástica sobre la insoportable relación entre el arte y el poder, pero especialmente por la admiración general que suscita la música de Shostakóvich, aquello de no puede ser que me guste, incluso me emocione cada vez que escucho la música de este hombre y que a la vez sea o haya sido colaborador o publicista de la satrapía por excelencia, me niego a creerlo. Es la actitud necesaria, tan boyante en las sociedades contemporáneas (mejor mirar para otro lado o justificar lo injustificable) para que prenda la mecha de la farsa, la demagogia, el relato interesado y ventajista: hablar sobre los muertos tiene la ventaja de no poder ser corregido, ni siquiera por sus allegados, puesto que la no existencia de quien se habla coarta (casi) de facto cualquier cosa que de él se pueda decir; es más, si se consigue en efecto el pretendido prendimiento de la mecha que lleve a instalar en el imaginario colectivo alguna estampa que defina de una vez por todas el carácter de la representación y que lo haga universal –su conformación como leyenda– se habrá conseguido el objetivo supremo: la inmortalidad de ese ser que ya no es y su plena aceptación como sujeto histórico, es decir como metáfora simple que contenga todas las complejidades del relato, sin importar realmente si a ese ser-metafórico le han ocurrido realmente. Un eslogan, vaya, que puede ser visto y por tanto descrito:
«El músico camina de un lado a otro del salón de su pequeño apartamento moscovita mientras fuma cigarrillos sin parar, esperando inquieto la escucha de la horrible melodía: el trajín mecánico del ascensor a altas horas de la madrugada que sólo puede indicar la venida de aquellos que le arrebatarán el futuro enseñándole, con ademanes burocráticos, sin brutalidad, un papel que contiene el sello del partido y la firma del jefe de sección de la policía secreta. Está preparado para lo peor; por ello mira de soslayo y nervioso a la puerta tras la que duermen plácidamente y ajenos a la catástrofe la mujer y los hijos; también mira de cuando en cuando su maleta de mano, confeccionada todas las noches con la misma tranquilidad que presagia el horror; seguramente todas las noches vividas antes, a pesar de su cariz terrorífico aunque finalmente solventado por la momentaneidad que otorga la falsa alarma, han sido con mucho más placenteras que las venideras, sin más remedio marcadas por desplazamientos: de la comisaría local donde le harán la primera criba de preguntas a la sede del KGB, ahí acompañado de profesionales que sin cortapisas doblegarán una voluntad sin duda frágil pero hasta el momento no puesta a prueba. Una vez –todo sea dicho– las vidas de no pocos compañeros, conocidos e incluso amigos o familiares hayan sido negadas por su cobardía, podrá ser destinado a la mina, donde su cuerpo enclenque y sus pulmones marchitos no le permitirán sobrevivir más allá de un par de meses con el frío atacando los cobertizos del gulag que apenas refugian y las raciones tan escasas que le harán pensar en el suicidio, aunque uf, parece que el ascensor ha finalizado su trajín mecánico sin que la visita esperada haya tocado mi puerta, habrá sido en otro sitio, no habrá de momento desplazamientos, confesiones arrebatadas ni minas ni cobertizos, al parecer me he librado».