Pasión por encargo

Cualquier aficionado al jazz está harto de oír que su música preferida es sinónimo de espontaneidad, improvisación, genio, osadía…  pero eso no ocurre siempre, sólo en milagrosas ocasiones puntuales porque, como dijo algún listillo,  la inspiración te tiene que pillar trabajando. Y, ya puestos, sin mucho calor, o por lo menos sin el infierno húmedo que se vive por el Sureste estos días. Pero, vayamos a lo nuestro, que el sofoco nos confunde: segunda vez, en dos meses, que Jorge Pardo visita Murcia, y comparar ambas actuaciones permite distinguir un trabajo pasional –la lectura con músicos Gnawa del inmenso «A Love Supreme» coltraniano, que ofreció en el Tres Culturas– de uno puramente alimenticio, el concierto ofrecido el viernes 28 de julio en San Javier, con motivo del vigésimo aniversario del festival. Ya se sabe, los artistas son criaturas caprichosas, y mucho nos tememos que muy a menudo, cuando se es un músico tan consagrado como el madrileño, solo el riesgo de un desafío a su  altura enciende la pasión, de la misma manera que, para el común de los mortales, el morbo desata el sexo. Pero, amigos, el riesgo está proscrito en el Festival de Jazz de San Javier: simplemente, y desde hace mucho tiempo, han preferido dejarlo fuera de la ecuación, de manera que lo puedan tener todo atado y bien atado, que decía un gallego ilustre. Y eso se traduce en espectáculos correctos, pero carentes de algo tan imprescindible llamado alma (duende, en el flamenco), el cual brilló por su ausencia en la escenificación musical que hizo Jorge Pardo del encargo hecho por el festival, esto es: ofrecer un recital exclusivo con motivo de los 20 años del certamen. Pardo reclutó a cualificados cómplices como Niño Josele a la guitarra, Pablo Báez al bajo, o los jóvenes pianistas Alberto Sanz y José Heredia y ofreció un concierto sin mácula pero sin brillo, a juicio de quien esto escribe. Abrió Josele, continuó el maestro con una taranta a la flauta, siguió Sanz con una filigrana al piano, y cuando la cosa amenazaba por eternizarse en introspectivos derroteros, los palmeros, capitaneados por un tipo de gracia proverbial (eso dicen, yo no se la encuentro) llamado Tomasito, vinieron a añadir algo de efusividad a lo que allí se cocía (arriba y abajo del escenario, me temo). El clímax del ‘show’ fue una composición de Chick Corea a la memoria de Paco de Lucía, en la que contaron con el jovencísimo pianista del clan de los Heredia, y ahí fue donde mejor se ensamblaron, propulsados por la fuerza percusiva de Ané Carrasco. Habrá quienes disfrutaran del intento. Yo pienso que esos mismos músicos pueden dar mucho más, imagino que cuando estén mas fresquitos.

La segunda parte de la velada corrió a cargo del jazzman sureño Houston  Pearson, falazmente presentado por la dirección del festival como «una de las últimas leyendas vivas del saxo tenor en activo, en un concierto exclusivo para San Javier». Mucho nos tememos que Pearson dista mucho de ser una leyenda viva del jazz, aunque este tipo de consideraciones vaya en gustos. Poseedor de un sonido cálido y a veces sexy, en sus mejores momentos su fraseo es un remedo del de verdaderas cumbres del género como Ben Webster o puestos a ser muy generosos, Coleman Hawkins. Todo lo más, se labró un nombre en el discutido subgénero del soul jazz, mientras lograba alcanzar un ‘status‘ paralelo de efectivo sideman, pero siempre careciendo de la personalidad imprescindible para erigirse en leyenda, verdadera razón de que su gira española se haya reducido a la localidad murciana, al no despertar el interés de otros festivales. En el escenario se vio bien a las claras porqué: en la actualidad, Pearson practica un complaciente jazz de geriátrico que duerme a las ovejas, en el que se encuentra totalmente ausente ese factor tan preciado al que nos referíamos al principio de esta crónica, el riesgoLa posterior presencia en el escenario del trompetista Jim Rotondi solo vino a añadir corrección a un espectáculo engominado al que no se le hubiese movido un pelo por más que hubiera soplado la ráfaga de viento más violenta. Pero descuiden: al viento, como a la osadía, ni estaba, ni se le esperaba en San Javier. Sólo el concurso final del brillante cantante Kevin Mahogany vino a añadir un poco de lustre tardío a un espectáculo que cualquier buen aficionado al jazz tendrá la sensación de haber visto repetido muchas, demasiadas veces.

Fotografías de Lelé Terol

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