En los últimos años ocurre más o menos lo mismo cada vez que me dispongo a la escucha de un disco nuevo, sea de una banda novel o con discografía a la espalda: la inicial atención que se le presta a la novedad va atenuándose conforme transcurren las dos primeras canciones, y hasta tal punto tengo automatizada la sensación que, tras dos tazas de lo mismo, lo normal es que a la tercera ordene interrumpir la escucha como un leñador decepcionado al dejar el hacha: se acabó por hoy, la peor de las sensaciones sentir que pierdes el tiempo con algo anodino o, en el mejor de los casos, aceptable. Esto quiere decir que el progresivo desinterés por lo escuchado viene del oído algo experimentado, basta poco para comprender que lo que está sonando es una repetición, más o menos ingeniosa, de lo ya hecho por otros, bien sean esos otros ellos mismos en el pasado (dicho sea entre paréntesis, por lo general más inspirados) o los modelos predilectos a los que deciden copiar. Los que pasan por artistas musicales en las páginas de la prensa escrita o digital no son, por tanto, eso que predican, sino en todo caso artesanos, gente bastante digna que ofrece un producto, entre lo brillante y lo grotesco, engarzado con alguna que otra joya o incluso presentado por todo lo alto entre fuegos de artificio; pero el arte, amigo, no admite la repetición, la verdadera obra opera como tierra quemada de su espacio natural, dejando poco menos que imposible cualquier intento de copia, no digamos de ulterior exploración en su campo. Ahí tenemos a Pink Floyd; tendrían dignos seguidores, pero no más que imitadores, pues los auténticos músicos sabían que por esa vía poco más quedaba por hacer.
Claro que cuando uno se asoma a las radios, a las redes o es invadido por las operaciones de propaganda de Spotify, el panorama es aún peor: no queda espacio ni siquiera para la artesanía; como mucho para la canción-reclamo del nuevo disco de…, que llevará indefectiblemente aparejado unos diez temas más de relleno que justifiquen la compra de aquél. Recuerdo que en un ensayo literario leí un cuarteto de Garcilaso, el primer verso ciertamente hermoso y los otros tres anodinos: el primero como figura solitaria no tendría sentido alguno, sería algo inexpresable en su unicidad –ausencia de aforismos en el Renacimiento–, por tanto el trabajo de artesanía habría de sujetar de algún modo la belleza de la creación literaria. En estos discos-basura de música-basura sería todo lo contrario: la basura que no interesa a nadie (los diez temas) tiene por función guardar la decencia del tema a vender, de la misma manera que el BigMac está envuelto en un papel de ínfima calidad, sin cuya existencia el contenido no podría ser vendido.
Pensé en todo esto al escuchar el Schmilco de Wilco (¡qué ingenio!), álbum de sólidas canciones que –este sí– soporta una escucha, pero que suena a más de lo mismo, una música que ya no aspira a emocionar verdaderamente, sino a arropar al oyente con su cálida y confortable melodía; suena –en suma– a la música que podría agradar a un burgués, ya lejos de la arrebatadora alucinación del Yankee Hotel. Casi tan lejano se me hace ya el Push the sky away de Nick Cave, probablemente el último disco que se me apareció como un pequeño milagro de los que dejan una sensación de irrepetible sinfonía, de absoluta maravilla que con sus cadencias interminables te atrapa y no te deja otra opción que escucharla una y otra vez en semanas y meses venideros, constituyendo una de esas obras que por abuso eliminan a buena parte de sus contemporáneas de un plumazo, proclamando con decisión que esta es la música que se hace hoy. Y por eso no me atrevo, por el momento, a escuchar su último trabajo.
La llegada de internet nos da la posibilidad de escuchar un 100% más de grupos 100% idénticos.
Tenga valor y publique el cuarteto.