En la Old Truman´s Brewery, un viejo edificio industrial entre Brick Lane y el mercado de Spitafields, hay una tienda de casquería punk de alta gama. Allí venden los carteles de la gira Anarchy Tour a 1.500 libras; el que pusieron en el metro anunciando el single Good save the Queen estaba en 1.800, la primera gira inglesa de Ramones 1.200 y así todo, pero lo más espectacular eran las camisetas –supuestamente originales- que Vivianne Westwood le hacía a Johnny Rotten en Sex, la tienda que compartía con Malcom McLaren. Cada una salía por unas 3.000. En eso ha acabado el punk, entre tiendas, museos y notarías que certifican la autenticidad de los escupitajos, porque imagino que no habrán lavado esas prendas. Si tienen ADN su valor debe ser muy superior. En el futuro podríamos clonar a Rotten, aunque si sale mal tendríamos otro Lydon.
Tal vez sea mejor que no lleven ADN.
Ese Londres que recuerda mucho a lo que en los 80 fue un SOHO y que ahora parece una feria de franquicias, ya no emite señales imprescindibles. Decía La Polla Records: “Si en Londres les pica un huevo aquí todo el mundo se ‘arrasca’” y así era. En Murcia sabíamos si era el derecho o el izquierdo por los discos que llegaban a Zona, donde Sopena y luego Bali contaminaban de distorsión y vinilo un extremo remoto de algo que todavía no era Europa, pero también notábamos el picor en la tienda del Catalán al fondo del Latino. Era un espacio pequeño que durante un tiempo tuvo una jukebox que la música del bar convertía en decoración. Vendía Martens, chupas de cuero, botas de pico, boogies, camisas de picos y todo lo que deseábamos y no podíamos encontrar en una ciudad de provincias entre los estertores de la Guerra Fría y el alba de la globalización. Todo lo más chulo que podía ofrecer Murcia lo traía él de Londres, sazonado con singles y posters. Hace poco, Carlos Tarque me decía algo que no fui capaz de percibir entonces: Murcia estaba llena de solares en los 80 y en aquellos solares llenos de yonkis se encendían hogueras por la noche. Enfrente del Romea había uno, otro enorme detrás de la catedral, la zona de las Tascas estaba salpicada de ellos. Murcia en general estaba llena de yonkis, entonces había pijos, que acababan en una clínica de desintoxicación, y pobres, que arrastraron su miseria hasta no hace mucho. Alguno queda, ejemplares admirables, pero casi todos pasaron, incluyendo muchos amigos. En un primer golpe de memoria, aquella Murcia recordaría un poco a la Palermo de los 90, pero si pensamos bien era una prefiguración del Detroit que Carrie Palmer busca en Nonduermas, una de esas ciudades víctimas del desarrollo insensato sobre las que Naomi Klein construyó parte de No Logo, ruinas fascinantes de una civilización dog on steroids fallida.
Murcia era una ciudad de yonkis, solares, bares y bandas, muchas bandas. Una de ellas fue Los Hurones, en la que tocaba el Catalán con el también desaparecido Jota Casinello y El Mangas. Era un trío de rockabilly que fichó por EMI -como los Pistols- y llegó a tocar con Crazy Cavan. Pudieron ser lo que acabaron siendo Los Rebeldes. Pero en la Murcia de los solares, las redadas y el puto Plan de Empleo Juvenil de Felipe Gonzalez los sueños tendían a romperse y aquello quedó en un recuerdo y en la tienda del Catalán. Los Hurones eran como los Stray Cats, y esa ola se la llevó la de los Meteors, que acabó siendo arrastrada por los Fuzztones y el imperio del psychobilly de los 90. Por ahí, en medio, estuvieron Los Fanáticos, que también tocaban en Latino.
Hace un par de días me enteré de que el Catalán se ha muerto. Muchos, demasiados de aquella generación heroica que no hablaba de “escena” han ido pasando. Fragmentos de mi vida, tipos que fueron modelos a los 16. Algunos pasaron al sistema, trabajan en bancos o en Mercadonas. Otros siguieron llevando la camiseta o las Martens, como el Catalán. Me da mucha pena, le tenía tremendo respeto. Me hubiera gustado contarle el precio de la camiseta de Rotten. Habría flipado.