Los dientes de Shane Mcgowan

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Estoy en El Baldío, ese pequeño bar grunge de Torre Pacheco que ha acabado convirtiéndose en mi segundo domicilio, con ambos codos apoyados en la barra. Mi mirada lleva un rato viajando del póster del Casa Babylon de los Mano Negra que tengo enfrente a la piedra de Johnnie Walker que lleva un rato aguándose debajo de mi nariz. Supongo que mi boca entreabierta y la determinación con la que estoy esquivando cualquier tipo de estímulo útil me hace parecer un poco imbécil. Pero esta es mi casa, y aquí no se juzga a nadie por perder el tiempo; siempre que no se convierta en una costumbre. La apatía patológica es contagiosa y hay que intentar no exponerse demasiado a los portadores. También puede parecer que estoy viviendo un momento de autocompasión con esa intimidad artificial que ofrecen los bares. Deseo con fervor que este no sea el caso. Odiaría parecer ese tipo de tío que va a exhibir su tristeza a los bares intentando aparentar que quiere intimidad mientras se auto convence de lo profundo que es por estar tomándose una copa en vez de estar vagando desorientado por la cocina. Pero, qué cojones, es cierto que el tramo final de 2015 ha sido un poco mierda.

Le estoy dando vueltas a todo esto cuando empieza a sonar la versión de Dirty Old Town de The Pogues. Arranca esa armónica capaz de levantarte la piel y Elena grita: “¡Dani, tu canción!” mientras sirve una caña. No es que sea mi canción favorita; ni siquiera de ellos. Elena lo dice porque durante una época esa canción sonaba a la hora del cierre, momento que solía coincidir con los instantes previos a que yo perdiera de forma definitiva mi habilidad de dicción y la coherencia en el discurso. Este estado siempre me inducía a unir mi balbuceo con el de Shane McGowan (el vocalista de los Pogues) en una sincronía que a mi oído borracho le resultaba hermosa y llena de significado. Vuelvo a hacerlo una vez más, pero ya me sé mejor la letra y creo que eso le quita un poco de magia. Ahora que lo pienso quizás el hecho de cantar esta canción con ambos codos apoyados en la barra a la hora del cierre, como adueñándose de lo que representa, sea un poco pretencioso y propio del tipo de tío que antes he dicho odiar. Aunque, bien visto, lo que más representan Shane McGowan y The Pogues es alcohol. Bueno, Shane alcohol y drogas. Y, a veces, tristeza.

A algunos les puede parecer un desgraciado que necesita tener una pinta de ginebra en la mano para poder levantarse de la cama pero a mí la figura de Shane me parece muy romántica. Tanto como asco me dan sus dientes. Sus dientes son un espejo de sí mismo. Una dentadura equiparable a la que tendría Pennywise, el payaso de «It», si estuviera enganchado al caballo. A través de los agujeros que hay entre esos afilados y desgastados palillos amarillentos se puede ver al niño irlandés que con siete años aprendía con su abuela a fumar, beber cerveza y apostar a los caballos. Se puede ver al joven punk que exhibía sonriente y orgulloso su boca ensangrentada en la portada de un tabloide tras partirse los piños en un concierto de los Sex Pistols. Se puede ver al hombre que se estaba convirtiendo en una sombra de sí mismo masticando un vinilo de los Beach Boys puesto de tripi, sosteniendo que estaba representando a Irlanda en una sesión de la ONU y mediante ese acto intentaba poner de relieve la inferioridad cultural de Estados Unidos. Y, cómo no, se puede ver al artista lleno de talento que empezó demasiado pronto y en demasiadas ocasiones a tener que bajarse del escenario después de potar por ir siempre hecho una mierda.

Shane es un poeta maldito y uno de los mejores vocalistas de punk de la historia. Y eso que, a parte de sus inicios con The Nipple Erectors, en su discografía posterior solo hay un par de canciones que lleven distorsión. McGowan se dió cuenta de que en los ritmos acelerados del folk irlandés y su imaginario de almas perdidas, pendencieros, hambre y rebeldía contra el expolio del Imperio Británico había más potencial revolucionario y autodestructivo que en la escena que se creó alrededor del bolsillo de Malcom McLaren. En If I should fall from grace with god, canción que da título al que para mí es el mejor álbum de los Pogues, sus elegantes y biliosos versos a favor de la independencia de Irlanda sobre esa acelarada base de instrumentos tradicionales pueden resultar más incendiaros que el God Save the Queen de los Pistols: “This land was always ours/Was the proud land of our fathers/It belongs to us and them/Not to any of the others/ Let them go, boys/ Let them go, boys/ Let them go down in the mud/Where the rivers all run dry”.

¿Sabéis esa sensación de confusión cuando estás jodido y la única certeza es la lata de cerveza en tu temblorosa mano? Espero que no. Pero Shane sí, y en la canción que le escribió a Victoria cuando le mandó a la mierda a principios de los noventa describe esa sensación de desahucio con lirismo, voz ajada y, cómo no, resignación alcohólica. Cabría pensar que un tío que puede echarse a arder si le acercas una cerilla por tener alcohol en las venas en vez de sangre podría tener dificultades para distinguir y focalizar sus sentimientos entre la niebla gris que inunda su cabeza, pero esta canción es un enternecedor ejemplo de la belleza que puede salir de un corazón borracho.

Lo último que sé de él es que se arregló los dientes el año pasado y que se partió la pelvis. De lo de la pelvis creo que se ha recuperado, de lo de sus dientes aún me estoy recuperando.

1 comentario en “Los dientes de Shane Mcgowan”

  1. No se si es el echo de que cantes en los ciruelos, que escribas tan bien o que nunca hayas colgado un gato de una higuera pero la verdad es que no me esperaba que siendo por fuera el típico tio que te encuentras borracho en la barra del bar (que los hay a montones) y parece que no tengan nada interesante que contarte, fueras en realidad tan profundo (entiende eso ya como tú veas)

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