La foto que corona este artículo no es de un festival, tampoco es un concierto de un artista o banda internacional, no es una actuación de Auryn ni de las Sweet California. La imagen capturada por mi amigo Jotai desde su azotea es del pasado jueves en un concierto de Los Chunguitos en mi pueblo, Javalí Nuevo. Una experiencia que bien merece la pena, por su acercamiento a nuestras raíces, el baile, el jolgorio y la empatía del contenido con la verbena de verano.
Lo que ocurrió queda muy lejos de los dictados convencionales y, por lo tanto, de las pautas –si existiesen formalmente– a la hora de ejecutar una crítica convencional. Lo de Los Chunguitos tiene una lectura que va más allá de los cánones musicales. A priori es una entrega a esa música que sonaba en los puestos de los mercados, en los coches de los gitanos, en las fiestas y en la radio de tu abuelo.
Pasaba la madrugada y Los Chunguitos no aparecían. La espera, de una forma curiosa, la entretenía Bruce Springteen. El escenario estaba situado en la calle principal del pueblo, y los artistas esperaban al otro lado, en el centro cultural, que hacía las funciones de camerino. Para llegar a las tablas tenían que cruzar una plaza abarrotada de creyentes. Rodeados de agentes de seguridad y de su manager emprendieron el camino hasta allí, y como si se tratase de Justin Bieber, los hermanos Salazar tuvieron que sortear a fans que corrían con sus móviles a la caza de su retrato entre gritos y alboroto. Finalmente consiguieron llegar al escenario y tras la presentación de su manager, Los Chunguitos hicieron su presencia ante un abarrotado recinto “improvisado” que había congregado a más visitantes de los pueblos colindantes, posiblemente, que en cualquier acto de su historia.
Una muestra del poder de esas formaciones que España ha guardado en el cajón de la caspa, pero que siguen en la palestra y que pese al eterno empeño del olvido colectivo tuvieron sus grandes momentos de gloria. Esos grupos llegan más a los ciudadanos que muchas bandas insulsas que se pasean por los escenarios a día de hoy. La reivindicación de estos sonidos rumberos es clave para entender nuestra historia musical, sólo hay que dejar a un lado los prejuicios y sentir.
Palmas, ovaciones y arranca el espectáculo –aclarar que no hay banda y que la música durante el show está grabada y cantan encima de la misma–. Juan y José, el tercer Chunguito –Enrique vocalista principal murió en 1982, una cruel copia de la historia de Los Chichos– se enfrentan con sus años y por lo tanto con experiencia a esa marabunta con Soy un perro callejero. Su interacción con el pueblo es absoluta, aunque confunden su nombre, una y otra vez. “El siguiente tema os va a molar, es nuevo”, afirmaron, “¿os gusta el rap, os gusta el reggaeton?”, y el tema nuevo, aunque movido desinfló un poco a la masa. Y aunque ellos reclamaban calor, los devotos habían venido a escuchar los temazos de toda la vida. Pronto aparecieron los clásicos; Carmen, Me sabe a humo, la emotiva Me quedo contigo y el hit rumbero, Mamá. La cosa se calentaba.
El paso de Los Chichos por el Primavera Sound confirma la jugada de que el circuito moderno va a retomar este tipo de sonidos. Aunque los mismos, el año pasado, ya petaron otro festival, el Viña Rock. Lo del Primavera deja latente que en semejante círculo de hipterismo hay una necesidad también de nutrirse de estas experiencias. Los Chunguitos se formaron al igual que Los Chichos en los primeros años de la década de los 70 y destacaban por tener una imagen mucho más informal, arreglos más modernos y llamaron la atención de directores de cine como Carlos Saura (Deprisa, deprisa, 1981) o Paloma Chamorro (La edad de oro).
Destacando su naturalidad explicaron cada uno de los temas, a modo de prólogo y con más arte del que puedes encontrar en los directos de Radio 3. Pedían más y más entrega, “cuando las cosas tienen que salir, salen”. Otros tiempos y otras formas se encuentran en ellos. La falta de banda hacía surrealista el show: cuando sonaban las trompetas, ellos bailaban con más esmero, aunque para suplir no faltaron las palmas, ni tuvieron momentos de quietud. De alguna forma extraña pensé en La Casa Azul y algunos grupos de ese corte. Conciertos de similitud musical, pero con menos gracia y salero que en el que me encuentro. Frente a mí se habían alineado tres calés bailongos que bailaban como si el mundo fuera acabarse tras el concierto.
Hace unos años, en una visita de un amigo neozelandés a Murcia, me propuse mostrarle un amplio abanico de bandas y solistas de la rumba y el flamenco para conocer su opinión y expresión sobre el asunto. Entre Las Grecas, Los Chichos, Pata Negra, Triana, Morente, Camarón, Tomatito y Lola Flores, entre muchos otros, mi colega Mauris alucinó enormemente con Los Chunguitos. “The Bad Boys”, le explicaba yo. De una forma curiosa, por encima del virtuosismo musical de muchos de los citados y expuestos, él alucinó con Los Chunguitos.
La gente enloqueció con Dame Veneno que, intercalado con los temas del nuevo álbum –el cual parece bastante ecléctico, ya que se atrevieron hasta con la salsa– le daban más sentido al festival rumbero en la parte final, más animada que la primera. Temas como el divorcio, el racismo y la alianza de civilizaciones también estuvieron presentes. Al finalizar, la misma comitiva, digna de una quedada para jugar a Pokemon Go, los volvió a acompañar al centro cultural del pueblo, donde Juan y José se dieron un baño de masas, con firma de autógrafos y con la venta de su nuevo álbum.
La rumba se creó para la fiesta, y no existe rumba que no te haga montar una, o al menos intentarlo. El pueblo se sustenta al menos una vez al año del mismo credo, y recuerdo una frase del gran teólogo-filosofo brasileño Leonardo Boff: “El humor y la fiesta revelan que hay siempre una reserva de sentido que todavía nos permite vivir y sonreír”. Los Chunguitos, arrugados y en pseudo playback son capaces de recordarte que las raíces, a menudo no tienen la estética y las formas que soñaste, pero que siempre podrás acudir a ellas a pegarte unos bailes. A mi pueblo también.