Llega la Navidad y con ella, camuflado bajo las barbas del papá lapón, un buen puñado de listas cuyo afán por ocupar la red da pavor. Bien es cierto que las listas han sido de vital importancia con el curso de los siglos, sea para inventariar los productos salidos de la minería o la fábrica, sea como maravilloso apoyo para que Homero describiera puntillosamente las naves del ejército griego en su invasión de la tierra troyana. No obstante, quizá la mayor utilidad que se le ha visto a las listas fue en manos de los nazis, millares de anotaciones recogidas cada día entre raciones miserables, penados al borde del colapso físico, finalmente individuos muertos; es posible que la frialdad asesina de los carceleros viniera no de la tan cacareada banalidad del mal, sino de la asociación número – de – la – lista – muertos: un día, mil muertos, al siguiente, dos mil. Al tercero no hay muertos, sólo números.
La bienhallada alianza entre listas y Navidad aparecería probablemente con el imperio norteamericano de la publicidad, que vino a ocupar con sus películas y anuncios de tabaco buena parte del sustrato cultural de la Europa devastada; hoy día hay listas por doquier, de panes, peces, vinos y crucifijos, un abuso dudosamente informativo ante el que el lector de un periódico o revista se encuentra indefenso por completo; en internet, todavía más abusivo, es prácticamente imposible no toparse con una decena cada día, hasta tal punto que es raro el éxito de un artículo si no es en forma de lista, salvo aquel que verse sobre feminismo o ecologismo.
Pero hete aquí que las listas navideñas siguen teniendo un seguimiento fuera de lo común, superando a cualesquiera otras, motivadas por dos vertientes principales. De un lado, la estratégica intensificación del consumo precisa de reclamos, de justificación palpable y lógica a la que se ajusta el concepto de año que termina, estableciéndose así una relación entre el lector poco atento a las novedades que quiere ponerse al día, el medio necesitado de visitas y el comercio en general (también el tráfico en la red). Por eso apenas sorprende que, al visitar las listas de mejores discos del año en revistas de relevancia como Mondosonoro, Binaural, Jenesaispop e Indiespot aparezcan el Black Star de Bowie y el Skeleton Tree de Nick Cave ocupando el podio en al menos tres de ellas. Que ambos discos, en absoluto desdeñables pero no obras mayores, hayan quedado en tales posiciones pone a las claras el peor de los vicios de la crítica: la pereza, pues al hablar de músicos de tal calibre parece haber prevalecido la larga sombra de sus enormes figuras a la escucha; o quién sabe si no ha sido más bien la muerte de un artista y la muerte de un hijo del otro artista lo que les ha encumbrado, en cualquier caso el patrón es ciertamente revelador.
Por otra parte, el carácter cultural de la lista intenta poner orden al año que se abandona, una manera de hacer un alto en el camino con la sana intención de echar la vista atrás y contabilizar la senda transcurrida, salvando aquellos momentos más dichosos de la quema, lo que explica en parte el formato ránking que toda lista lleva consigo: en orden progresivo se pondera la valía de cada disco a juicio del capricho del crítico que la elabora, pues bien es sabido que la horizontalidad (no tomar partido por ninguno en particular, dejar al lector que tras la pertinente escucha ordene como le parezca conveniente) es una pésima tendera: no habría superventas sin poner orden a la maraña de millares de discos que salen al mercado cada año; de la misma manera que las víctimas de la Shoah, sin supervivientes sólo serían un número cuyo contenido está destinado al olvido. No por otra razón Schindler se convirtió en héroe: al salvar a un puñado de judíos otorgó a la carnicería la posibilidad de un relato en el que los buenos podían tener voz.
Las listas, en definitiva, igual que la Navidad, tratarían de ser un corolario del año en el que, ateridos por la culpabilidad, podemos mirarnos y ver el tiempo desperdiciado; que todo sigue tal cual estaba mientras los instantes vacíos siguen atesorándose de manera que el recuerdo viene sustituido por el artificial inventario. Mientras escribo esto Santini Rose está publicando por estos lares una lista en dos partes, titulada Los 21 mejores discos de 2016. La lista, por cierto horizontal –no un interesado ránking–, aparte de aunar discos medianamente conocidos con otros bastante más raros, viene presidida por una suerte de prólogo, en el que Santini cuenta: “Otro año igual: me paso octubre y noviembre pensando en que los últimos doce meses han sido musicalmente flojicos y voy a la carpeta 2016 a hacer recuento y me vuelvo a cagar en Dios al tiempo que me meo encima. Es curioso cómo uno desarrolla esa habilidad, aunque esa es otra historia.” Con su particular lenguaje las palabras se erigen reveladoras para cualquiera, pues pone de relieve el meollo del asunto: cómo vamos avanzando año a año, sonámbulos, incapaces de recordar lo que nos sucede ni por tanto de reconocernos, acaso rescatados por esos momentos de asueto en los que, escuchando el silencio, la mirada atravesada por el techo, pedimos auxilio a una mente desmemoriada. Entonces, pasar a inventariar lo hecho en el día, la semana o el año, lo vivido, escuchado, follado y sentido puede, tras una sensación de vértigo difícilmente soportable, constituir un solaz en medio de la tempestad que no cesa.