A veces vivo en Facebook. Me jode, pero es así. De madrugada me da por escribir en un rollo de papel de cocina una serie de tareas que -en ese momento estoy segurísimo- haré cuando el sol esté arriba del todo. En la lista escribo cosas como: escribir como un hijo de puta, pasar de whatsapp, pasar de internet o PASAR DE FACEBOOK. Entre esas frases suelo colar otras tareas que se supone que debería hacer, pero que, honestamente, me sudan el pijo: estudiar inglés, cocinar un buen rato, inscribirme en cursos gratis en cuyo enunciado haya términos como benchmarking, e-commerce o comunity manager. El objetivo es despertarme unas horas después y no caer, desmayado, ante mis propósitos. Quiero decir: no quiero ser el tipo que se pasa toda la puta historia diciendo que va a escribir la gran novela americana. No, por dios. El caso es que, a veces, vivo en Facebook. Me levanto y enciendo el ordenador y bostezo y entro a la red social esperando que alguien se haya ocupado de compartir noticias impactantes y fotos de desayunos y cielos. Hace un rato me pasó eso.
Esta tarde me levanté y encendí el ordenador y bostecé y entré a Facebook. Me encontré con:
-Un tipo al que respeto mucho pero no conozco en persona -¿el gran triunfo de Mark Zuckerberg es hacer posible esta frase?- subió una foto en la que aparecían dos orondas jovenzuelas tumbadas en la acera de la plaza de toros. Al fondo, un cartel del concierto de Melendi. El tipo al que respeto mucho pero no conozco en persona comentaba: “Van a acampar dos días a 43º para comprar entradas de Melendi. No sé ni qué decir”.
-Un tipo al que respeto mucho y al que me presenté (en persona) diciéndole ‘Eh, tío, somos amigos en Facebook’ –apúntate otra, Satanás Zuckerberg- escribió: “Alguien viene esta noche a ver a los primos chilenos de Guadalupe Plata al trémolo?”. Compartía un evento. El evento se titulaba: Today: La Big Rabia @ TREMOLO BAR in Murcia, Spain.
HOS-TIA-PU-TA.
Pienso en todo eso mientras espero a Lucía. Pienso en cómo puede ser que una de las bandas más molonas del mundo venga a Murcia y no se entere ni dios. Pienso en lo de Melendi. Pienso en que un colega me ha dicho que Miguel Bosé sacó el otro día 25.000 pavos solo en taquilla. Pienso, pienso, pienso. Pienso, porque Lucía no para de dar vueltas a lo largo y a lo ancho de su habitación y faltan tres minutos para las diez. Y el concierto empieza a las diez. Pienso, pienso, pienso. Pienso, porque sé que estoy al borde de decir algo que acabe con mi –nuestra- paz sentimental. Y paso. Así que pienso.
Dos minutos para las diez. Voy a hacer una elipsis, porque falta un buen rato para que los chilenos toquen. En esa elipsis vemos a mi hermana, a Javi, rompo mi entrada haciendo el tonto, Lucía me dice que soy un agonías y pedimos una cerveza. También flipo con que en mi entrada para el concierto de una de las bandas más molonas del mundo ponga ENTRADA Nº8.
La Big Rabia han colocado la batería y los amplificadores y la guitarra en la base de esa L que es Trémolo. El cantante y guitarrista se llama Sebastián Orellana. Es un armario que unas veces parece un Jack White latino y otras, el nieto sensato de Oscar Zeta Acosta. A su izquierda está sentado Iván Molina, batería. Mi hermana dice que tiene pinta de cerrar todos los boliches. Yo creo que ha encarnado en muchos western al tipo que siempre aparece al fondo del plano y que escupe de vez en cuando. Lucía dice que ahí, tan bajo, tan agazapado, parece el enano bailongo de Twin Peaks. Es una mezcla entre todo eso, sí. El rollo es que se ponen a tocar y te tienes que cagar en dios.
El tipo al que respeto mucho y al que me presenté (en persona) diciéndole ‘Eh, tío, somos amigos en Facebook’ tenía razón: estos tíos son los Guadalupe Plata chilenos. La propuesta es la misma: punk, blues y garaje. Y de pegamento, raíces. Cuando los ubetenses meten bombos de semana santa, La Big Rabia –igual que ese genio llamado Maxi Prietto– se acuerdan del bolero, del folklore andino, de la guajira y del simbolismo de calaveras de colores y bigotes de narcotraficante.
Lucía dice que tenía sueño, pero que mira por dónde. Está bailando. Javi se caga en dios porque no hay buena luz para fotografiar nada. Mi hermana asiente.
Suena Nos gusta que sea así. Me flipa esa mezcla de catacumbas sudamericanas con la tensión que Lux Interior y Poison Ivy imprimían hasta a la frase España es una gran nación y los españoles muy españoles y mucho españoles. Entonces bajan el pistón. Tocan Tus ojos negros. Justo delante tengo a una pareja de señores. Mi hermana dice que son los padres del cantante. La otra opción es que sean viejos inmigrantes chilenos y hayan leído la palabra Chile al pasar por la puerta de Trémolo y hayan pensado que fijo, fijo, la banda tocaba un bolero. Así que aquí están. Agarrados. Bailando con una sensualidad acojonante a sus setenta y muchos. Acordándose de cuando se conocieron en Santiago. O algo. Yo qué sé, solo tengo claro que es emocionante.
Entonces, cuando tengo la boca abierta, Orellana y Molina vuelven a subir las revoluciones. Se me va el pie. Lucía vuelve a decir que tenía sueño, pero que mira por dónde. Se acuerdan de la Atmósfera pesada de Sandro y cierran con ESE himno de Los Saicos. Chorrean sudor como si tuvieran un grifo colgado en la frente. Supongo que será agotador tocar tantos palos en los que la palabra ‘alma’ es atarse las zapatillas. Dejo la cerveza en la barra. Aplaudo y me preparo para coger un albornoz y colocárselo sobre los hombros a Orellana y Molina y decirles Bien, muchachos, bien mientras ellos se sacan un protector bucal. Al final no hace falta.
Se piran. Recojo mi birra y la apuro y salimos a la calle y ya hace menos de 274º y le digo a Lucía que al final he ganado a Zuckerberg. Ella dice: ¿Qué? Me mira extrañada. Yo sonrío, porque sé que el puto Facebook nunca podrá provocarme esto. Que te den, Satanás Zuckerberg.
Fotos de Javi Arnedo
Muy bueno! 🙂