A penas ha caído la noche. Estoy debajo de mis sábanas y si alguien pudiera observarme vería una luz naranja en total quietud. Quizá un par de lamentos, tres o cuatro risas y un gran suspiro que acompaña al click de la oscuridad. Dentro, un mundo de fantasía que escapa al dolor que hay a tan solo 1 centímetro de seda. He volado a otro mundo. Aquí dentro soy libre. Esto que cuento lo ha contado cientos de veces Gloria Fuertes. Quizá también niños ya mayores que sin llorar la recuerdan y lanzan pétalos mientras cae al hoyo. Ahora no es ahora. Ahora miro al cielo y de igual forma trato de escapar de esas cuatro paredes que me encerraron durante años. Este ahora es la ciudad en verano. En verano porque es verano, sino sería en invierno –por contraponer–, digo. Sigo mirando al cielo y oigo a través del cristal ritmos de afrosamba tocados por Jesús Fictoria y Miguel Gallego. Es de creer, como dijera Brassens cuando eran los ciegos los únicos que no le miraban mal, que un proyecto de esta vertiente nos saque del fango en estos meses. Estaba dentro de Ítaca escuchándolos y he tenido que salir. Me ha sobrepasado. El vino me interrumpe de mirar hacia al cielo, aunque estoy aprendiendo a cómo combinarlo. Consiste en abrir la boca y hacer una especie de exclusa con la garganta. Entretanto, Brasil se atora frente a la campanilla. Estoy aprendiendo a tragar poco a poco. Aprendo que la gula la castiga la misma gula y no Dios. Comprendo que debo entrar de nuevo, cerrar el libro, apagar la linterna y destapar las sábanas. Hoy en Murcia, en la triste y repugnante Murcia, podemos viajar como mendigos sin tener que cerrar los ojos.
Fictoria y Gallego llevan desde el mes de junio ensayando en Ítaca. Ellos lo venden como actuaciones, pero si te lo cuentan no serían capaces de discernir si estaban en el bar o en el salón de su casa. Esto que a priori parece un hándicap solo engrandece el proyecto. Si las jam session siguen teniendo el sentido que tenían, ellos lo corroboran. Su premisa es tener una guitarra cada uno, una voz cada uno, tocar e invitar a quien le salga natural el acento portugués a cantar-tocar-desnudarse y que como público haya más de dos personas. La segunda premisa –si es que puede haber segunda premisa– es versionar afrosamba o a su primogénita –según desde qué continente se mire– la bossa nova. Se atreven con versiones de… versiones de… versiones de versiones de otras versiones que ellos mismos improvisan sobre sus propias versiones. Con Aquelas Coisas Todas se moja Miguel que, tras varios miércoles, ha logrado hacer una parte vocal más que aceptable. Fictoria por su parte tiene La Voz, la única voz que en Murcia puede cantar estas cosas. Amén de algún tema suyo canta temas de otros artistas y cuando él no lo hace se sube a cantar a su hermana Esther, la otra única voz que puede cantar samba en Murcia, y juntos hacen una preciosa versión de Berimbau o de cualquier otra cosa. A veces el caos es tan absoluto que el desastre está a un aleteo de mosquito. ¿Qué más da? No importa quien seas. Un día, hasta cuatro mujeres distintas cantaron en portugués junto a ellos. ¡¿Desde cuándo hay cuatro mujeres que sepan cantar en portugués en la región?!
Es agosto. Las ratas que nos quedamos en Murcia nos acompañamos y nos recomendamos estos eventos para sobrevivir. Es el espíritu del abandono. Se crean grupos extraños que perduran el resto del año. Esta vez la conjura se hace en este incombustible bar. Fictoria y Gallego llaman a estos momentos Emboscada Tropical. Ellos no hablan. A penas interactúan con el público que en su mayoría son conocidos o «conocidos de». Sin embargo se ponen a tocar de medio lado casi siempre mirándose, pasando de lo que tienen delante, y se miran y se sonríen y siguen tocando y no se equivocan. Es un baile por la cuerda floja con el cosquilleo que va creando el «te meneo la cuerda y te vas a caer, ¡te vas a caaeer!», pero aquí no se cae nadie. Cogen una rueda de acordes y van haciendo el idiota. Se ríen porque lo saben. Juegan a cambiar los temas a ver hasta cuando aguantan con un tino, un gusto, una elegancia, una maestría que me siento incapaz de comprender que tenga a esta gente tocando a 2 metros de mí sin entrada, sin focos, sin telón ni teatro ni acomodador con chaleco. Fictoria es lo meloso y Miguel la punzada funk. Quiera o no se manifiesta en su guitarra y a ambos se les ve en las manos. Fictoria tuerce la mano como un flamenco y acaricia las cuerdas hasta hacerlas casi silenciar. Y mientras van apagando la palmatoria, Miguel sigue riendo con el cuello cada vez más largo. Ahí, entre ellos y nosotros se desbarata esa cosa amarga vestida de salvavidas que con alegría le quita las «t», la «e» y la cedilla a la tristeça.
La Terol me dice que esta noche no va a ir. Dice: «Mis colegas no piensan ir». Digo: «¿te lo vas a perder?» Voy, le escribo y me responde: «Llego en 2 minutos sin amigos». Pasado el tiempo la Terol se sube a cantar y hacen una versión terrible de Cucurrucú Paloma. Pasa una semana y la Terol se sube a cantar y hacen una magnífica –no desastrosa, puntualiza ella– versión de Cucurrucucú Paloma. La cantaba Caetano Veloso y a pesar de ser mexicana casa a la perfección. A mí me tiemblan las manos de pensarlo. También me subí a tocarla con ellos, y Berimbau. Esto es así. La puerta está abierta, el fuego encendido y cualquiera invitado a entrar.
Vuelvo afuera. Una mujer con carricoche le canta canciones latinas a su bebé y a su perro. Pasa por la puerta ajena a todo. Cada cual tiene su mundo. Me dije, no escribas sobre esto que tanto te gusta; pasa por la puerta sin más. Sin embargo creo que es un error pensar en que las recomendaciones por afición pierden valor. He visto pocas cosas con tantísima calidad en estos entornos. El pago es la voluntad y su voluntad es seguir tocando todas las semanas a partir de septiembre. No hace falta pedir una asistencia, la habrá conforme el resto de ratas llegue y descubra que en la cloaca deshabitada, abierta y libre, la vida sigue.
«Gracias a Ítaca por dejarnos este lugar de ensayo. Gracias a vosotros por venir… Gracias a ti Miguel. Gracias a ti Jesús… Y ahora vamos a dejar de chuparnos las pollas».
Fotografías y texto de Javier Arnedo