Domingo por la mañana
Vamos al bar de siempre y mientras Adrián me explica cómo evitar un terremoto con la vejiga de una oveja me percato de que suelta “contradecido”. Así que le digo que pare, que ayer ya lo dijo mal tres veces y que por no hacerle sentir mal no le corregí, pero que ya estaba bien. Me da pena, sonríe como un idiota. Su pie ha adquirido un color azul y unas dimensiones que le hacen cada vez más una carga que una compañía. Claro que no habría sido justo abandonarlo allí, más cuando el año pasado yo sufrí un esguince y él me hizo de muleta humana. Es un buen muchacho, lo que hizo más duro confesarle que no volvería a casa con vida.
«A la… le gusta la lefa». Vuelvo a leerlo en las anotaciones mientras escribo esto. Adrián aún no ha dicho su nombre, sabe que se juega algo más que el gaznate. Es soez. Llegados a este punto de la historia es necesario reconocerlo. ¡Pero joder, lo dijo ella! Dijo que le gustaba, pero que no era tragadora. Eso sin embargo es una lástima, más cuando el sexo sucio ha sorteado los tabúes de nuestra historia reciente. Que no le gustara no hizo más que acrecentar el interés, y aunque no se me crea, la pasión. Pasión de verdad, como la que no sentía tiempo atrás. Por mucho tiempo me creí carente de un sentido coherente y posible que no estuviera denostado por una relación anterior. La culpa fue mía. Estuve un mes diciendo que le gustaba la lefa, y Adrián entendía que eso era amor, a nuestra manera de no decir las cosas, de no desmembrarnos como seres débiles faltos de cariño. Le gustaba la lefa y eso era suficiente para mí, porque aunque fuera imposible que tragara mi semen sabía que había vida después de la muerte, que era capaz de volver a sentir algo más que una excitación pasajera. Le gustaba la lefa. Burda metáfora, ¿cierto?
Llegados a este punto de la historia –otra vez– también se hace necesario hablar del festival. Resulta que se invierten unos 350.800€ y los beneficios se multiplican por 7. ¿Y eso cuánto hace? Pues un montón de dinero a pesar de ser jipis costrosos que no comen carne y duermen en la acera. Con ese capital, los “putos jipis” pueden asistir hasta a 84 actividades distintas, entre talleres, conciertos y cualquier otra ocupación que contenga un cuenco tibetano. Opinamos que es un dineral, pero que es una buena iniciativa en la que gran parte del pueblo se implica, sin embargo nuestro bar está poblado de señores con polos lacoste y poca tolerancia a los piojos. Ellos prefieren refugiarse en el bar más alejado del pueblo para evitar cualquier trato con degenerados que se dan por culo y no contraer así ninguna enfermedad venérea. Todo lo contrario que sucede en las grandes ciudades como Murcia, donde se inflan los precios hasta en los comercios chinos mientras los taxistas más caros de España luchan por saquear a esos modernos con perras.
Adrián quería irse, a penas había dormido y el café no era suficiente, pero lo convencí de tomarnos el último litro de cerveza por el paseo de los Álamos. Mi objetivo solo era uno, verla a ella. Lo disfracé de afán cultural, pero no, por mucho sol que hubiera, por mucho calor que hiciera, necesitaba sudar alcohol mientras sufría. Un despropósito que acabó donde debía, en tres frases soñadas diciéndole con la mirada lo hermosa que estaba y tres frases reales en las que demostraba mi parálisis mental. Sin más, nos despedimos, Adrián abrazado a ella y yo… yo queriendo ser Adrián. Lamentable, porque Adrián tenía un cometido fatal, morir, y lo iba a hacer, no podía volver a Murcia perteneciendo a este mundo. No iba a permitir que parte de mí fuera la única que muriese en este viaje.
Me subo en la moto, subo lo que queda de Adrián y salimos cagando leches. Bueno, mentira. Adrián está prendado de una mujer con unas tetas enormes. Para Adrián eso es simplemente un plus, pero no para de aludir a sus exuberantes pechos. Adrián la amó, ella decidió “coger” con otro, así que Adrián cogió con ella y después de eso, en la distancia la amó. Así que aquí estamos, comprándole un tabaco artesanal que no sabe a nada a un tío que requiere un “¡joder, qué buena está esta mierda, dame más!”. No podemos decírselo, máxime cuando hemos probado lo mejor de una vida: el mal de amores. Adrián suda enfrentado al vacío, yo conduzco en círculos, buscando el último fulgor de sus ojos azules. Ella es rubia, es basta, es hermosa como solo puede serlo alguien que ha crecido respirando tierra; es ágil, sube a las higueras y tiene las piernas largas y blancas. No tiene las enormes tetas de la mujer que ama Adrián, tiene el espíritu enorme de la mujer que ama Adrián. Así que, con nuestro dolor en connivencia, paseo hasta que noto que, por paralelismo, Adrián va a desmayarse.
Domingo por la tarde
Salimos de Alcalá la Real y vamos hacia Almería. Jamás hemos conducido tan callados. Paramos en una venta del Empalme de Gérgal. Adrián cada vez sangra más. Unos ennegrecidos guiris que medio hablan español ven su putrefacto pie y le ofrecen agua oxigenada y tiritas. Mientras lo curan me meto al bar. Una escopeta de esparto lo preside. Pido un café. Adrián entra, me mira, le miro el pie, le sonrío, me hace un gesto de «yo qué sé», le pido un café, la camarera me pregunta «¿otro?», le digo que sí, muele, llena el cazo, lo saca, adjunta dos sobrecitos, se gira, le digo con vergüenza «¿me pones un vaso con hielo?», responde «Si me lo pides así…», sonríe como si jamás hubiera visto a un forastero, me ruborizo y cojo el periódico. Adrián me vuelve a mirar, piensa «tío, ¿no has visto lo buena que está?», asiento y suelto «vaya choni, ¿qué cojones tiene?». «¿Has visto cómo te mira?». Prefiero centrar mi atención en el periódico. TITULAR: «Tras 30 años de servicio Pepe dejará de llevar el butano a las casas». Pepe cuenta que no le gusta la comida que no se hace con butano, que tiene algo, que no es lo mismo. Desde que dejara el pueblo, Pepe solo ha comido con butano y ha provisto de él a la gente. Pepe cree en el butano y en las personas. Dice que el 90% de la gente es buenísima y que en los momentos más duros de su vida, el trato con ellos ha llegado a salvarle la vida. Para Pepe no es un esfuerzo acarrear las botellas sean los pisos que sean aunque claro… hay algunos que están muy altos, pero luego las ancianas le reciben con un cariño y una entrega que hace que se le vayan todos los males. A Tomatito, gran hombre y mejor artista, dejó de llevarle bombonas porque instaló un tanque en su casa. Una pena. Cuenta que lo peor que le ocurrió fue subir hasta un décimo sin ascensor. Se partió la espalda. Los vecinos preguntaban por él y él no tenía pan que llevar a su casa. Desesperado acudió a un curandero de Granada. Le puso las manos y volvió a las andadas. Jamás fue tan feliz.
Pagamos la cuenta y salimos del bar. Adrián me para y me dice que como no le pida el número de teléfono me hace cavar una fosa y me entierra en una cuneta. Yo le digo que son figuraciones suyas. Resopla y finalmente gruñe: «ERES GILIPOLLAS». Mientras conduzco pienso en Pepe y en que Adrián quizá tenga razón. Si el 90% de las personas son buenísimas, si unos guiris habían curado a Adrián y la chica no paraba de sonreírme, mirarme y ofrecerme cosas gratis, quizá el 10% fueron esos dos borrachos del bar amenazándose hasta casi besarse. Quizá en los pueblos las historias las generan grandes corazones como el de Pepe, o como el forastero que atraca en un bar de mala muerte. Quizá la vida no provea más interés que la bondad del próximo. Así que pienso en por qué no le pedí su número. Quizá fuera porque bailaba el reguetón con demasiado arte.
Está oscuro, mi casco está rayado y las luces de los coches me ciegan. No sabemos dónde estamos. La batería del GPS se ha acabado. Recuerdo de hace años un poste y una montaña. Giramos una y otra vez, es demasiado tarde y tenemos hambre. A penas nos queda comida y tan solo media botella de agua. Decidimos girar por última vez hacia el camino más agreste. Pisamos tierra y piedra. Hace dos años tuvimos un accidente de moto en esas condiciones. Adrián se agarra y yo aprieto los dientes. A lo lejos queda el cielo infinito. Ninguna luz. Nada. Por fin pisamos arena. El mar a unos pasos. Unos visitantes huyen y nosotros tomamos su lugar. Comemos medio emparedado de sardinas para engañar al estómago. Adrián no es consciente de que no queda agua y la bebe casi toda. Yo decido reservarla para la salida del sol. Nos desnudamos. Él hace de avanzadilla hacia el mar negro, oscuro, el temible por lo que oculta. Camina con el agua a la altura de su pene mientras me advierte: «Veamos…… piedras… más piedras… piedras más grandes… ¡piedras afiladas!… ¡PIEDRAS MÁS AFILADAS!… piedras con musgo… más piedras… ¡otra vez piedras afiladas!… ¡ARENA!». Nos bañamos donde el explorador ha dispuesto. En lo alto, nebulosas, la vía láctea acompañante, los dioses que viven ajenos a nuestros pesares y a nuestro disfrute. Nos rodean con una cúpula para que no huyamos de su creación, del pensamiento eterno hacia «por qué ellos» y «por qué nosotros». Nuestros penes arrugados como pasas al salir del agua manifiestan que nada nos puede quitar el frío. Adrián ronca y a mí se me vuelve a hacer de día. Son las 6. Un grupo de gaviotas acecha la triste lata de sardinas supurante. Intento despertar a Adrián. Su pie, consumido por la sal, ha desperdiciado todas las curas de los guiris negros del Empalme de Gérgal. Manifiestamente enfermo lo subo a la moto y sin tecnología nos dirigimos al este. Llegaríamos a Carboneras, y si los dioses así lo dispusiesen a The Konejo, el bar de los indios.