“Le gusta la lefa.” Oigo, veo, sueño, me instiga esa frase. Me gusta ella y a ella le gusta la lefa. Adrián lo sabe y no dejará de repetírmelo, a mí, a su compañero de viaje, su chófer, su seguro de vida ante una catástrofe sentimental o ante la posibilidad de perder una pierna. Adrián es uno de esos padres que abusan de sus hijos sin temer la tara mental que los convierta en violadores y/o asesinos. Odio a Adrián y juro que este relato es el primer paso hacia su muerte.
Jueves noche
Nos íbamos a las 20.30 y se hicieron las 22.30. Tomamos un café en un bar de la Puebla de don Fadrique donde trabajan los niños y los viejos descansan. Tres camisetas al pecho y ya en la moto sigo hipotérmico. No queda mucha gasolina sin embargo el cielo está lleno de estrellas y nebulosas que en la vida cotidiana pasan desapercibidas aunque todos sepamos que están allí.
Hemos acampado en la más absoluta oscuridad. Tumbado dentro del saco de dormir me resbalo ribazo abajo hasta toparme con un montón de piedras y cardos. Adrián ronca; a mí se me ensangrientan los ojos; sufro de insomnio. Son las 05.30. Ha pasado una hora y creo que podría dibujar el manto estelar con los ojos cerrados. Lío un cigarrillo a tientas que me crea ansiedad. Por lo que sé estamos en la sierra de Castril junto a uno de uno de los pantanos más grandes del país. El río Castril nace a unos pocos kilómetros, pero nosotros lo ignoramos. La única diferencia entre un salvaje y yo es que el salvaje no sabe dónde está el río, sin embargo el salvaje sería capaz de encontrarlo y yo no. De a poco el cielo clarea, los astros desaparecen. Recuerdo el verso de una canción que escribí “Estrellas turgentes, el astro creciente, aullidos boreales ionizan el aire, y ahora fulge el sol bajo este chaparrón”, estaba describiendo una escena de sexo. Todo es igual excepto porque lo que me folla no es una mujer sino las criaturas más afiladas de la naturaleza. Siento un vahído. Estoy a punto de dormir… sí… por fin… no pienses… no la jodas ahora…
¡¡¡KIKIRIKIIIIII KIKIRIKKIIIIIII!!!
No me sobresalto, abro un ojo indignado. Hemos sido tan gilipollas de acampar junto a un gallinero. Comienza el concierto matutino del gallo demostrando a sus gallinas lo grande que la tiene, pero no termina ahí, no… el gallo del gallinero de al lado le reta y le dice: “Me voy a follar a tus gallinas” y nuestro gallo responde: “Una puta mierda, me voy a follar yo a las tuyas” Siglos de domesticación granjera les impiden saber que ambos están encerrados en sus respectivos gallineros y nadie se va a follar las gallinas del otro.
Viernes por la mañana
Acordamos despertarnos a las 07.00 para ir a echar gasolina y seguir nuestro camino. Yo me despertaría encantado de no ser porque no me he dormido. Adrián no me deja despertarlo a pesar de que le lanzo las zapatillas a la cabeza. Oigo una puerta abrirse. Me tapo hasta los ojos. Es el granjero. Podría enfadarse y segarnos las cabezas con su azá. Mi temor quizá sea infundado, pero es cierto. Agarro mi navaja y espeto: “Buen día tenga usté. Nos quedamos sin gasolina, ¿le molestamos aquí?”. El decrépito señor me responde en su propio dialecto: “¡No! ¡!No! Queheeenhé uhtedeh ay que no m’ehtorban” (No, no. Quédense ustedes ahí que no me estorban). Se lo agradezco. A las 8 decido que ya es suficiente y me pongo en pie. Doy unos pasos y descubro esto:
Gasolina, desayuno y ruta de 22 kms hacia el nacimiento del río Castril. Caminamos río arriba junto a la orilla. Nos persigue un perro y desaparece; nos encontramos un gallinero y un puto gallo canta; no nos queda agua, preguntamos a un pastor a qué distancia está el nacimiento y nos dice que lejísimos, a 1 km. Nos parece tan irrisorio que continuamos. 10 kms después encontramos a otro pastor y nos dice que queda cerca, a unos 6 kms. Nos damos la vuelta con la esperanza de encontrar a otro pastor y enterrarlo vivo. Mientras me meto al río Adrián descubre que ha estado parado junto a una tarántula. Podría haberle picado en el pie, pero eso no habría supuesto un problema para Adrián puesto que, antes de comenzar el viaje, una profunda herida ya estaba acabando con él.
Me pregunto por qué estoy tan cansado. Mi mente tarda en procesar que es porque no he dormido. Nos estamos deshidratando. Una ola de calor arrasa el sur y por tercer año consecutivo allá viajamos. Nuestro objetivo es el festival Etnosur 2mil15. Comemos bazofia. Adrián asume que no le voy a dejar echarse una siesta así que se bebe 2 litros de soda para no caerse de la moto. Acto seguido ponemos rumbo a Alcalá la Real; nos restan 3 horas de viaje. Siento cómo me desvanezco. Mi atención se desdobla. Todo me parece bello: el cielo, las nubes, los rayos de sol que asoman, el mal estado del asfalto, ese gato muerto, incluso el camión que intenta adelantarme a 100 km/h por una carretera de 70.
Viernes tarde
Hay un precioso campo lleno de girasoles, pero tiene algo raro. Giro la cabeza con peligro de salirme de la calzada y veo que todos están girados a contrasol. Mis nulos conocimientos de botánica me habían dicho hasta ahora que los girasoles buscaban la luz. El año pasado también los vi. Yo iba girando la cabeza intentando no encontrarme lo que sabía que me iba a encontrar, el viejo amor. Supongo que la naturaleza, sea cual sea, participa de estos juegos en los que la necesidad da la espalda al miedo, como un estúpido rifirrafe de gallos en los que afrentamos el desaire sin quererlo, obviando el mal.
“Le gusta la lefa” es la primera anotación que tengo, la ha escrito Adrián. Estamos en la plaza del ayuntamiento de Alcalá la Real. Toca Chocolata. La segunda anotación que tengo es “Me muero”, la he escrito yo. No sé ni quien soy. Carmela (cantante) te absorbe con la mirada, la poca energía que me queda, en ausencia de narcóticos, me la está quitando esta mujer. El tablao y ella están sacados del mismo corte del mismo madero. Su felicidad da miedo, tanto como el movimiento de motor paso a paso de sus gestos. «Fiesta», dice Adrián. Se queja de que la gente pasa de los músicos. Le digo que se camuflan tan bien con el ambiente que el público asume que ese debe ser el aire que fluya entre los vasos, los pasos de baile y ellos. «Se come la escena», dice Adrián, y ahí no tengo nada que objetar. “Miles de mujeres desnudas y Fran impasible confirmando que es un vampiro que se alimenta de los sueños de los músicos”, dice Adrián, y yo solo puedo morderle el cuello. Interpreta La llorona de Chavela Vargas y esta vez el aire entre los vasos, los pasos y la gente desapareció. La llorona de Carmela arrebató al mundo de su distracción etílica.
Viernes noche
Hemos bebido todo lo que el presupuesto del sábado nos ha permitido. Cuerpo flotando y mente danzando acabamos en la nueva zona de botellón que la organización ha habilitado. Buena solución para evitar los aglutinamientos a la entrada y alejar el alboroto del pueblo. Noumoucounda Cissoko me taladra la cabeza. Laura quiere verlos y trata de arrastrarnos. Cumple la máxima africana del ritmo repetitivo, pero lo aderezan con algo peor, melodías repetitivas. Solo hay intervalos de segunda mayor, es decir, el cumpleaños feliz, y me pregunto si en realidad soy yo el idiota que no entiende qué cojones hace toda esa gente bailando. Supongo que el ritual hace que todos entren en trance.
Terminan y aparecen 15 ó 30 personas sobre el escenario. Son La 33, un grupo latino que va desde la salsa hasta la salsa. Su propuesta no es precisamente una macedonia de sabores, pero funciona y cumplen unos cánones musicales básicos para considerarlos buena música. Todos bailamos. Al cuarto movimiento de cadera del cuarto baile decido escabullirme para echar fotos que documenten que no me estoy inventando esta crónica. “Tú te llamas Diego y eres mi hijo” me dice un señor. Su amigo es más efusivo que él, dice que soy la viva imagen de su hijo de 10 años. Sueñan con que con mi edad sea igual que yo. Les advierto que no querrían a un hijo que estuviera haciendo este trabajo y que son las primeras personas a las que le gustan mis pintas. Me responden: “Nos gusta toh, menos montar en globo y que nos den por culo”. Tras esa frase entiendo que son las personas más iluminadas que me encontraré por el camino. Ojalá hubiera tenido un padre como ellos.
Son cerca de las 5 de la madrugada. Adrián me pregunta si es hora de dormir. Alguna parte viva de mí le dice que sí y nos vamos. Vagamos por las afueras buscando un descampado libre de malhechores donde tirar el saco, pero la providencia nos tenía preparado algo mejor: avistamos un contenedor que sostenía varios colchones desechados. Los arramblamos ribazo arriba y los acomodamos bajo un olivo. Tres horas después, Adrián, el muy perezoso, seguía durmiendo. Tuvo su castigo, una avispa le picó en su pie herido. La putrefacción no se haría esperar.
Fin de la primera parte
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