A pocas cosas he sido tan fiel como a las revistas de música. He devorado una al mes, como mínimo, desde que tenía 15 años. Y lo de devorar, por una vez, no es gratuito: leí las primeras Rolling Stone con devoción, apretando las páginas como si alguien me las fuera a arrancar de las manos, allí, apoyado en las cocheras que había debajo del Ribera de los Molinos, mientras los demás hablaban de follar y de jazenes y yasunis y de cortes de pelo arquitectónicos. Conocí mucho antes a los quince mejores guitarristas de la Historia que a la diferencia entre ‘liarse’ y ‘estar juntos’ o en qué consistía exactamente que alguien ‘te tirara’ o ‘salir con alguien’. Deambulaba en los recreos buscando un público que escuchase lo mucho que sabía sobre Jon Lord (“Si solo hubiese grabado el solo de Child in time ya estaría considerado como uno de los mejores teclistas de siempre”), Robert Plant (“Nadie ha resultado nunca tan masculino cantando como una tía”) o Radiohead (“Están haciendo como Pink Floyd: destruir el rock para volver a construirlo”).
Ahora que lo pienso, no fue extraña la cara que puso mi primera novia cuando le conté que había construido mi idea de lo que era follar a partir del placer que me provocaba cierto punteo –esa es otra historia– de cierta canción. Poco después entendí que igual no tenía mucho fuste hacer listas rollo Los 50 mejores cantantes que no suelen estar en otras listas de los 50 mejores cantantes. También me cansé de toparme cada dos meses con Springsteen en portada y de escuchar a una parte de mí decir: Bueno, es que Rolling Stone tiene que darle una portada a Justin Bieber, es innegociable. Rastreé el kiosco de la Avenida de la libertad y después de descartar sin dificultad Heavy Rock, This is Rock, This is Metal y Popular1, me pillé la Rockzone. La abrí y leí un editorial que decía que no les daba miedo colocar en portada a bandas que no fueran demasiado conocidas. Pensé que la cosa ya estaba solucionada, pero hubiera preferido la sordera a esos dos meses intentando por todos los medios que me gustara el grindcore. Tampoco me molaban las dilataciones y el skate: lo tuve que dejar.
Solo me quedaban dos: la revista con el nombre más tópico y la maquetación más fea que había visto en mi vida, Ruta 66, y la revista que odiaban todas las personas auténticas que yo conocía –y que sí sabían lo que era rockear de verdad–, Rockdelux. Me decanté por la primera. Y bueno, fueron cinco años de idas y venidas, llegué a escribir en ella y durante el trayecto entre El Clot y Marina fantaseé con ganarme el pan escribiendo de música, descubrí discos que me solucionaron la vida durante meses y recaí leyendo varios de los –¿20 al año? ¿30? – artículos sobre lo mucho que le cuesta a Ryan Adams separar sus canciones buenas de las malas. Un día volví a la casa de mis padres y abrí el armario y la peste a mierda de vaca que se escapó de la montaña de Ruta 66 me tuvo dos semanas en coma. Con Rockdelux nunca he tenido demasiado trato. Es la mejor escrita, pero, ay, de qué hablamos cuando hablamos de amor.
El caso es que la semana pasada me di cuenta de que junio de 2017 ha sido el primer mes en los últimos diez años en que no he leído –al menos– una revista de música. Estaba en calzoncillos, tumbado en la cama, luchando en silencio por no ahogarme en mi propio sudor. Contaba granos de gotelé en el techo. Intentaba interpretar todo aquello. Supuse que debía de ser una manifestación de alguna crisis. Lo planteé como lo que era: una ruptura. Las revistas y yo nos habíamos callado demasiadas cosas. Por no discutir, simulábamos estar bien aunque afuera se oyeran edificios caer.
Y no: lo que se derrumbaba era nuestra propia historia. Cuando nos quisimos dar cuenta, había tanta mierda sobre nuestros cuerpos que, si los uníamos, moriríamos intoxicados. Lo pasamos mal. Tan mal, que la ruptura nos pilló justo en ese momento en el que ya estás harto de sufrir y de escuchar a Leonard Cohen y a Bill Callahan y a Jason Molina y sientes más indiferencia que dolor porque se extiende por todo tu cuerpo una especie de Modo Ahorro de Energía. Hibernación Emocional, lo llama mi colega Ángel. Y durante la Hibernación Emocional no sientes, pero tampoco piensas.
Me acordé del estribillo de Definitions. D. Boon te cuenta la movida y luego hay unos segundos de silencio y los tres estallan en ese TEAR UP YOUR DICTIONARIES. Resoplé aliviado al ver que la respuesta –o lo más parecido a la respuesta– sigue estando en las canciones y que todavía no ha llegado El Día Que Más Me Acojona, mi apocalipsis particular, el momento en el que no haya música que me ponga tiesas todas las partes de mi cuerpo susceptibles de ponerse tiesas. Quizá no tenga problemas con las palabras. Quizá solo esté rompiendo los diccionarios.