Primer recuerdo: Verano de 1999. O puede que fuera el del año 2000. La ubicación exacta sí la recuerdo con certeza: Torre Pacheco. Me estoy bañando en un barreño en el patio de la casa de mi abuela. El sol inclemente del campo de Cartagena araña mis ojos. Me sumerjo con complacencia en una perezosa inopia infantil, totalmente ajeno a las toneladas de sudor arenoso con las que las infelices hormigas que vinieron a buscar el sueño de la California murciana estarán humedeciendo los suelos de los invernaderos donde recogen melones y pimientos. Ese sudor llenará los bolsillos de unos cuantos terratenientes que luego utilizarán calificativos como «moros de mierda» y «sudacas» mientras comen caldero del Mar Menor y se quejan de la manera en la que el camarero ha dispuesto el hielo de sus gintonics en la reunión trimestral de la asociación de empresarios agrarios. A mí esta realidad aún no me escuece porque todavía no me ha salpicado. Soy un crío que vive en Ibiza y para el que pasar los meses de verano en Torre Pacheco es sinónimo de unas vacaciones exóticas. Aún no me he dado cuenta de que la palabra que mejor define el lugar del que provengo es estercolero. Mis piernas asoman ligeramente por el borde del barreño. A través de ellas puedo ver un conejo que corretea con inquietud de un lado a otro del patio. La forma en la que mueve las orejas me resulta entrañable. Salgo del barreño y, sin secarme, voy dejando un rastro de huellas húmedas hasta donde está el conejo. Me pongo a jugar con él, totalmente ajeno al hecho de que lo más prudente sería tomar una cierta distancia emocional. A fin de cuentas en un par de horas mi abuela lo habrá transformado en un montón de trozos desprovistos de su esencia viva por la pigmentación del azafrán y el pimentón.
Me canso enseguida de jugar con el conejo, porque, aunque se mueve de forma graciosa, es un animal un poco limitado en lo que a diversión se refiere. Atravieso la puerta de la cocina y voy directo al salón. Busco en el cajón el walkman de mi tía que descubrí hace un par de días y que sin mucho esfuerzo aprendí a hacer funcionar. Mi tía fue una adolescente que creció forrando las paredes de su habitación con pósters de la Super Pop (D.E.P) cuando esta revista te ofrecía las mismas posibilidades de decorar tu cuarto con los New Kids On The Block que con Kurt Cobain besando la barriga de su hija. Dentro del walkman hay una cinta pirata con el ¿Dónde jugarán las niñas? (1997, Universal) de Molotov. No tengo conciencia de lo que significa la etiqueta rapcore. No tengo conciencia de la convulsa situación política de México. No tengo conciencia de que, cinco años antes de que se publicase este álbum, Maná había lanzado ¿Dónde jugarán los niños?, pegando el pelotazo como banda de pop-rock aséptico y bienintencionado. No soy consciente de lo molón que es que la banda tuviera que salir a vender sus discos a la calle porque las tiendas se negaron a ponerlos en sus estanterías por el contenido de la portada: una colegiala en el asiento de atrás de un coche con las bragas por debajo de las rodillas. Sí que tengo conciencia de que la melodía del estribillo de Gimme tha power me resulta familiar (fue número uno de los 40 principales). Las voces de Tito, Micky, Paco y el Gringo Loco me recuerdan al doblaje latino de la serie de dibujos de las Tortugas Ninja. Las letras son lo más macarra y ofensivo que un chaval de primaria pudiera imaginar. Y el riff a dos bajos con el que empieza Que no te haga bobo jacobo me revienta la puta cabeza. Mi abuela está demasiado ocupada desollando el conejo como para preocuparse de qué mierdas estará escuchando su nieto. Mi tía ya sabe que esa cinta está en mi poder y el hecho de que su sobrino esté escuchando esas canciones -sin tener ni puta idea de lo que significan- le resulta simpático. Gracias, tita. Gracias, abuela.
Segundo recuerdo: Mayo de 2012. Dos Ciruelos Descomunales, la banda de rap-punk-metaletílico en la que berreo y exhibo mi embriaguez descontrolada sin pudor, toca por segunda vez en el C.S.O. La Guardería; lo que ahora es un vistoso restaurante al final del malecón. La primera vez que tocamos allí, vi al guitarrista de un grupo de punk guarro bajar su lustroso equipamiento de un todavía más lustroso BMW. Una de esas imágenes con un valor poético imborrable. Esta segunda vez tampoco nos iríamos sin aprender algo. Unos cuantos minutos antes de tocar ya hemos agotado las consumiciones que nos corresponden como grupo: un fantimotxo por cabeza. No nos quejamos del caché que nos han asignado, pero a todos nos viene a la cabeza esa frase del Nega (algo así como el autoproclamado rapero más rojo de esta puta península): «Hemos tocado en okupas por un bocata y un gramo de speed». Parece como si el tío les estuviese haciendo un favor a esos nobles defensores de la autogestión. Nosotros somos siete tíos -una banda- y hubiésemos agradecido la misma compensación «económica» con lágrimas de incredulidad. Empezamos a montar y un punky con supuesta responsabilidad en la organización del concierto y los ojos como un búho al que le estuvieran atravesando el ojete con un hierro caliente se nos acerca y nos dice lo siguiente:
-Acho… Vosotros la última vez que estuvisteis aquí tocasteis un par de canciones de Molotov, ¿No?
-Sí, Chinga tu madre y Puto.
-Pues es mejor que Puto no la toquéis. La última vez hubo gente que se ofendió por lo del rollo homófobo de la letra…
-Ah…. Bueno, si lo queréis así… A nosotros no nos dijo nadie nada. ¿Y la de «chinga tu madre»?
-¡Hostia! Esa claro que sí, tío. ¡Chingo yo!, ¡Chingas tú!, ¡Chinga tu madre!… ¡Esa está guapísima!
Lo pasamos de puta madre en el concierto. El público hizo el cafre como está mandado. Pero no tocamos Puto. Antes de tocar Chinga tu madre paramos y le preguntamos al público cual de las dos canciones preferían que tocásemos. Diría que tres tercios gritaron Puto. No la tocamos, pero fue una manera pacífica de demostrarle a ese tío lo feo de «censurarnos». Nos hizo gracia el hecho de que alguien se escandalizase por tocar una canción que contiene la línea Amo a matón/ Matarile al maricón/ ¿Y qué quiere ese hijo de puta?/ ¡Quiere llorar, quiere llorar! por su supuesto mensaje homófobo y nos aplaudiera por tocar otra canción que dice cosas como Siempre tienes que abrir tanto la boca/ metida en las cosas donde nada te importa/ mejor no te metas donde nadie te llama/ aquí nadie te quiere, aquí nadie te extraña o Creías que me tendrías para siempre/ te crees una mujer tan solo porque usas brassier/ pero te has equivocado/ nunca estuve enamorado/ y he fingido mis orgasmos las mil noches que te amé. Además de que Molotov llevan desde el 97 aclarando que el sentido de la canción ha sido malinterpretado y que no odian a la gente que ama a gente del mismo sexo. El productor del álbum, Gustavo Santaolalla, dijo en una entrevista:
«Lo de homófobo te lo aclaro ya: en la canción Puto, la palabra de ninguna manera está utilizada como un ataque a la comunidad homosexual, para nada. Se usa como se utilizaría en Argentina al decir turro, por ejemplo, un tipo que es un …qué sé yo… un miserable, un loser, un tipo mala onda. No es un insulto a un homosexual. La letra dice, Puto el que nos quita la papa/el que creyó lo del informe… Está dirigido específicamente a ese tipo de persona. Y por el lado de lo de sexista, las canciones están hechas con humor y dirigidas, precisamente, a toda esa mentalidad machista y latina».
Tío… Respecto a lo de sexista…. Es cierto que parece que los cuatro miembros de la banda hubiesen estado atravesando simultáneamente un trauma adolescente antes de escribir las letras del álbum. Es como si los cuatro hubiesen mandado a sus novias a la mierda por haberse follado a su mejor amigo más de una y más de dos veces. Hay mucha bilis. A veces he estado tentado de catalogar este disco (¡Ojo con las etiquetas, Daniel!, dice una voz en mi cabeza) como el álbum más misógino de la historia. Creo que si un chaval de quince años me viniese llorando, todo confusión y desengaño en su frágil mente adolescente porque su novia se ha follado en los urinarios de las fiestas patronales al colega con el que comparte litros y porros todas las tardes, le recomendaría este disco. Y sé que puede que me esté pasando de vueltas porque no es responsable alimentar el odio en una persona que está completando su educación emocional. Pero mejor canalizarlo mediante la música que a través de la droga. O que a través únicamente de la droga.
Quítate que ma´ sturbas (perra arrabalera) empieza con un riff machacón con wah que da ganas de reventarse los dientes contra un bordillo. Y luego está la letra. You tried to meterte con el Huidos/ but we all know que sus orgasmos son fingidos/pues todos sabemos que your pussy/ es más grande que meterse en un jacuzzi . Y después: Por eso te dejo mojada/ un poco vestida y muy alborotada (…)/ porque antes estabas delgada/ con los pechos firmes y las nalgas bien paradas/ pero ahora ya estás muy aguada/ no hay quien te pele y estás amargada/ contigo ya no siento nada/ gorda, golfa interesada. En el estribillo se repite la línea perra arrabalera, perra arrabalera/ es una perra arrabalera, perra arrabalera y quítate que masturbas hasta la catarsis. Sí, así, de forma superficial, podría parecer un disco algo misógino. El colega Gustavo argumenta que es una parodia a la mentalidad machista y latina (como la del compadre Bertín). Si tenemos en cuenta que la música latina comercial que llega a nuestros alcoholizados y discotequeros preadolescentes contiene líneas como Eso es, esto es pa pasar el rato/dale, mueve ese culo pa meterte el aparato o Está medio gordita/pero chupa chévere/y eso en cuatro no se ve, entenderemos la óptica paródica en las letras de Molotov a la que se refiere Gustavo. No hay lujuria. No está presente el incontrolable, sudoroso y lúbrico ardor latino. No se desea ni se intenta dominar a la mujer voluptuosa como objeto sexual. Simplemente se le insulta y se le descalifica con una vehemencia casi surrealista. Ni el más mínimo atisbo de respeto a la mujer. Aquí tenemos la gran parodia. Las letras son tan animales que solo pueden tomarse en serio como una parodia. La prueba de que la hubiese cagado si lo hubiese catalogado como el disco más misógino de la historia. Es, seguramente, la mejor sátira que se ha hecho en música rock sobre el sexismo y la conversión de la mujer en objeto de las letras del reggaeton y el electrolatino. Algo murió después del bolero. Algo que quizá no vuelva nunca.