No sin muertos

Por Rafael Belchí

 

De acuerdo con los manuales escolares, la así llamada Historia Contemporánea inicia su andadura con la toma de la Bastilla. Con ella se inaugura, al tiempo, el mito romántico de la revolución, ánimo de un espíritu movilizado ante un estado de cosas injusto y que subsanará imponiendo la fuerza, del colectivo o de las armas.

A diferencia de otras creencias ya en retirada, la revolución abandona la doctrina de la otra mejilla y pasa a la acción, fiando todo el éxito de su empresa a la victoria total.

Por eso, y por enfrentarse –más que al otro, al Estado o al capital– a la realidad del tiempo histórico, la revolución alza el vuelo herida de ala: tiene que conquistar el poder a la vez que la conciencia, va con prisa a todas partes y una vez alcanza el trono se le agolpan las tareas, de los sinsabores del gobierno a la liquidación del disidente, sin olvidar que entre tanto ha de proseguir la marcha en pos de la armonía universal. Ante semejante panorama no es de extrañar que Robespierre acabara con la cabeza en una cesta, aborrecido por la plebe y traicionado por los suyos. El instrumento, la guillotina, le resultó formidable para el terror, pero muy poca cosa para el exterminio. Rusos y chinos se las apañarían mejor con la metralleta.

Tomando en consideración que la caída de Robespierre dejaría –tras la transición del Directorio– vía libre a Napoleón, cabría hablar de dos tiempos: 1) el tiempo de la revolución, breve lapso que trastoca con su irrupción las piezas del escenario histórico; y 2) el tiempo revolucionario, desencadenado con aquel y donde la ruptura del tiempo histórico, lejos de terminar en sí misma, propicia un salto tan de largo alcance como por completo inesperado en virtud de un caos que asalta el orden; de esta guisa y siguiendo el ejemplo francés, el cuarto de siglo que media entre la Bastilla y la caída de Napoleón es sencillamente espectacular: se diría que la historia ignoró los anhelos de revolución para conformar –como quiso Hegel– eso de la unidad del espíritu en lo universal o, lo que es lo mismo, la nación.

Después de dos siglos en que las aventuras nacionales condujeron a todo trance al matadero, buena parte de la población catalana reclama para sí la revolución, eso que llaman «la revolución de las sonrisas». Deuda de mayo del 68, la cursilería de la sonrisa asociada a la política –Garzón e Iglesias la adoptaron con estrépito– se compadece muy mal con el ánimo revoltoso; gangrena su empuje y esteriliza la proclama, reduciendo la seriedad revolucionaria a un juego ocioso. Porque todo esto no es más que ocio, aquel cajón de sastre que un día inventara algún genio de los Estados Unidos a partir de la farsa entretenida: allí entra lo mismo el fútbol que Tarantino. Y hete aquí que en los últimos años se ha venido a sumar la política, con un empuje tal que amenaza con enseñorearse de todo el dominio.

Dos momentos, así pues, de la farsa. La noche del 1 de octubre oí decir –creo que a Ana Pastor– : «euforia en el Govern por las imágenes de las cargas policiales». Un mes más tarde, después de la obediencia de los revolucionarios al 155, Marta Rovira explicaba el porqué de su docilidad: “el gobierno español nos amenazó con muertos en la calle”. Aunque el mensaje de Rovira es puramente electoral, el trayecto de un momento a otro se cifra en la distancia entre realidad y deseo. En el primero, realidad y deseo están hermanadas, se diría que son inseparables; en el segundo algo no va bien: es la realidad que ha abandonado la estancia con escándalo, y ahí sigue, impertérrito, el deseo. Ambos momentos muestran, por tanto, un deseo necesario, a saber: que haya muertos a toda costa, sacrificados en el altar de la historia que pongan la primera piedra de la construcción nacional. Quien dejó esa farsa al descubierto fue la realidad, implacable, del Boletín Oficial del Estado.

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