¿Sabéis? Hay un festival llamado Kaotic Circus en mitad de la sierra valenciana, en el hondo de un valle. Uno de esos lugares que para vivir solo eligen las civilizaciones sabias. Árabes que toman y modelan el espacio natural como si lo concibiera un dios. Aunque el único contacto que habíamos tenido era cuando ella me agarraba del brazo a punto de arrancármelo y me llevaba consigo sin que me pudiera negar, quise llevarla allí. A ver lo que esta España, por variada, por cuna, por querida, por deseada, por epicentro de lo bello que nutre al hombre, hace de nuestra tierra un lugar próspero para el vivir y el morir. En esta región confluyen cosas tan dispares y tan parecidas como el folclore, las danzas y los coros, el fuego y la comida de un pueblo que se reúne en círculos para mirarse a los ojos; con el carácter de unos locos circenses que veneran el cuerpo y su disfrute atendiendo al desarrollo de sus habilidades, atendiendo a sus músculos, a su atención, al suelo, al cielo y al horizonte al que miran para poner en claro sus mentes. Cuando los aros no giran, las pelotas no vuelan, los payasos no ríen y a las telas no las mece el viento, en las barrigas y en las gargantas canta el ron. Al son… al son de una guitarra, de un acordeón, de una flauta, yo qué sé, de unas manos, cualquiera de ellas que trabajan para servir a las almas. En Sot de Chera las hay roídas por la tierra y las astillas, las hay quemadas por el fuego y otras por el sol, aunque también las hay inmaculadas de aquellos que cierran los corros en segunda fila. Las manos de estos también deben dibujarse. Quise llevarla allí, porque cuando se viaja con la libertad no hay nada que temer, excepto a que ella, gigante y erecta, te acompañe.
Inesperadamente recibí un mensaje suyo. Quería verme y contarme una historia. De tonto soy curioso y de curioso tonto. Cualquiera habría sido otra cosa. Llevo días pensando en la honestidad del arte. El momento clave fue un día al ver las caras de la gente antes de tocar una canción en Ítaca. Le decía que no hay honestidad, pero a veces existe un intento de ella. La exposición lleva consigo un alarde de ego. Desde la concepción de la obra hasta su creación física numerosos hilos tejen un acto tan propio del humano como del pavo real. Uno no se exhibe apocado, lava y saca brillo a sus plumas. La libertad me respondía lo único que puede responderle a un necio: sobrecogido por el beso de un padre nada es mentira. No sé la cantidad de veces que he vomitado, pero es cierto. No existe en el vómito un ápice de farsa ni de adorno. Como la peste, uno la abraza porque es suya, pero no hay forma de no provocar una arcada en la nariz ajena. Sigo sin saber si era ella quien erraba o era yo. Aunque a día de hoy sigo creyendo que no hay acto más hermoso que el de deshumanizarse hasta el punto de pretender no ser otro más. Por esta razón no amo a los mentirosos, sí a los que se mienten a sí mismos, esos son mis deshonestos.
Puede que no hable el idioma de la libertad. Aquella noche lo intenté. Saqué mis propias plumas en un acto de valentía. Juntos leímos el mito de Perseo. Uno de los pocos héroes a los que la mitología trató, quizá, demasiado bien. Hijo de una lluvia dorada, fue metido en una caja y arrojado al mar. Por ser una amenaza le encomendaron traer la cabeza de Medusa. Una sentencia de muerte, de no ser por todos los regalos que fue recibiendo por el camino. ¿Puede considerarse a Perseo un farsante o solo un tipo con suerte? Quizá nacer de una filia de Zeus esté junto con María y la paloma como una de las peores historias de una concepción. Tampoco que tu abuelo encierre a tu madre en una torre para que no la penetre ningún hombre por miedo a tu nacimiento ni que tu padrastro quiera matarte. Quizá Perseo merecía esa segunda oportunidad, que por el camino encontrara quien se apiadara de él e intentara cambiar su destino. El padre de la libertad a penas habla, no dictamina, y con el silencio por camino besa la frente de su azarosa hija. Por el contrario, el mío, por exceso de abrazo me los quitó todos, hasta las pieles, y cuando la libertad se me echa encima, y restriega sus labios por los míos me paralizo como si de nuevo me fueran a abandonar. Bendito alcohol, benditas islas en la tierra y en los mares. Esta noche navegamos. Ella sugiere que olvide quien soy yo y que sea ella, una turista en la vida de los hombres y los lugares. Acato. Bailamos de la forma más zafia que un corro de marujas pueda desear contar. Ahora son mis labios los que se acercan a los suyos. Perdí a mi padre, pero ahora tengo al suyo. Al despedirnos, como dicta la cordialidad griega, nos damos la mano.
Hay un Kebap cerca de mi casa en el que una serie de octogenarios se junta a tocar boleros, habaneras y otras coplas de buen comer. Mientras espero a saber si está viva leo la Teoría de King Kong de Virgine Despentes con una copa de cognac. Leer a esta descarada me reconcilia con mi condición de hombre y mi rol en la sociedad:
Escribo desde aquí (…) para los hombres que no tienen ganas de ser protectores, a los que les gustaría pero no saben cómo, los que no saben pelear, los que lloran de buena gana, los que no son ambiciosos, ni competitivos, ni bien dotados, ni agresivos, los que son miedosos, tímidos, vulnerables, los que preferirían cuidar la casa antes que ir a trabajar, los que son delicados, pelados, demasiado pobres para gustar, a los que tienen ganas de que se la pongan, los que no quieren que cuenten con ellos, los que tienen miedo cuando están solos de noche.
Hay un contraste tremendo entre lo que leo y lo que veo. En el centro un grupo de hombres cantando y tocando; en la periferia, mesas atestadas de mujeres, esposas, hijas, madres viendo, escuchando, admirado, a kilómetros de ellos. El salto generacional de esta música es abismal. No obstante no seré yo quien critique a Rosalía por cantar Si me das a elegir. El acervo cultural esconde algo más allá de las palabras y la doctrina social. El nihilismo es legítimo, pero aquí hay una verdad inmensa que no puede valorarse con la corrección de la moral. La segunda copita de cognac exalta lo que yo llamaría, mi amor a la vida. Cantan Alma, corazón y vida e incluso una mujer da un paso al frente y saca pecho. Dice algo así:
Recuerdo aquella vez que yo te conocí,
recuerdo aquella tarde pero
ni me acuerdo de como te vi.
esas tres cosas te ofrezco
alma, corazón y vida y nada más;
alma para conquistarte
corazón para quererte
y vida para vivirla junto a ti
Grabo un vídeo y se lo mando. La libertad me dice que estoy borracho y yo le digo que es muy lista y ella me dice que lo sabe y nos reímos. Camino por toda la ciudad cantando. Incluso bailo. Estoy pletórico. Me queda alguna función primaria libre para reflexionar sobre Chevalier. Una película griega que trata sobre la confrontación de los hombres en la época actual. Deciden jugar a un juego: El mejor en todo. Gana quien, tras un montón de pruebas tan absurdas como medir una erección matutina, destaque en el mayor número de ellas. Es trágico ver cuanto de verdad tiene esta tendencia y cómo cada personaje la adolece sin poder zafarse, como si de remar en una galera se tratase. Entonces se me viene a la cabeza otro juego de la película, el que desencadena la lucha por ser este la feminidad que atemoriza al hombre: ¿qué fruta eres? Consiste en designar una fruta a una persona con la mayor objetividad posible. La libertad, que es tronera, acepta el reto. Inclino la cabeza y leo en mi móvil: you’re a str… (casi me atropellan).
Estuve todo el día nervioso. Pensé que vomitaría mis propias tripas. Mientras tanto Nacho Vegas canta: entre el dolor y la nada elegí el dolor. Todos los días me enfrento a esa frase. El instinto de conservación suplica y yo, que naturalmente no soy atrevido, le miento y le digo que lo seré, aunque sufra. Aquella noche sabía que la vería en un bar, así que cogí mi guitarra y toqué mis canciones más hermosas. Si tuviera que ser un caballero renunciaría a la vida. Gracias a Dios, la libertad no habla mi idioma, así que pude decir en público que la canción que iba a tocar tenía como fin expresar todo aquello que no pude expresar con palabras. Los mudos, los tímidos y los ineptos a menudo no tenemos más remedio que comunicarnos a través de algo que no nos compromete. Ya, en la hora más oscura de la esquina más oscura le dije: quiero besarte. Le expliqué que era lo más parecido a un contrato que había hecho jamás, así que cogió su dedo y plasmó su firma en una mesa. Yo hice lo propio y tras el acuerdo, con todo resuelto, nos abrazamos.
Ella llama a las erosiones de Mazarrón setas. Yo insisto hasta dos veces en que hay mejores sitios que ver en la región. Si insistiera una tercera me descabezaría o me haría vomitar los huevos que con el amor de una hermana me hizo comer. Aelos, dios del viento, nos advierte de que seguir por ese camino nos hará daño. Yo creo que esto de despertar a los dioses durante la siesta no acarrea más que la ira de los humanos, pero qué fuerza tiene temer el despotismo de un dios. Sus historias son las que jamás podría vivir el hombre. Por eso las inventa, aunque también lo hace para dar sentido a un mundo que nos es aterrador. Corremos por las dunas, escalamos las montañas, comemos y bebemos y nos mojamos las pezuñas como salvajes. Tenemos un cuchillo para sacarle los ojos a las gorgonas. Nos falta el miedo que hace a los débiles fuertes, y tenemos el valor que hace a los fuertes débiles. No queda nadie, solo la furia de Aeolos que nos obliga a abandonar esas tierras. Encontramos refugio entre nuestros cuerpos. El aire por fin se hace invisible. Muy cerca me cuenta que las setas le hicieron ver un mundo distinto. Señala el mar de Naxos, su costa, sus faros, sus casas. Me describe más colores de los que el ojo puede ver. Sentencia que es lo más hermoso que ha visto y que jamás volverá a probarlas. Por el camino, en la ida, vimos almendros florecer a destiempo, vimos campos parir colores impropios de una Murcia seca, al fondo montañas egregias filtrando la luz del sol que nunca filtran las nubes. Y a la vuelta un ocaso violeta lleno de sombras y siluetas. Pensé que después de esto, aunque quisiera, nunca volvería a probar aquellas setas.
Tardamos una hora en sacarnos el frío del cuerpo. Escuchamos música y me da de comer. Llegamos tarde a su propia fiesta. Pocos lugares hay como El Sur, donde confluyan edades, sentires y pareceres distintos. Esa misma noche nos despedíamos de la libertad. Volvía, supongo que, al país de las ideas, más bien de las voluntades. Se juntó una caterva de artistillos de diversas nacionalidades. Confluían, al fin, estudiantes extranjeros con ganas de beber con cantantes de flamenco, boleros, blueseros y, por qué no, conmigo. Yo que para entrar en grupos grandes de gente primero pego un salto afuera como un gato cayendo al agua, deposité mi inseguridad en Andrés, bastión de la sonrisa y la tranquilidad. Esta noche guarece mi inseguridad en un taburete irreductible. Pero esa mujer que es la libertad, o que yo la llamo así de la forma más tonta que se me ha ocurrido llamar a alguien, quemaría todas mis naves con mirarlas. Grita y ama demasiado. Es el mediterráneo medrando la paciencia de Ulises. Andrés no opina igual, y aunque le dejaría testificar por mí en un juicio contra mí, estoy demasiado obnubilado como para creerle. Diez o quince copas después estoy montado en una moto pidiéndole a la libertad que se ponga el puto casco. Minutos después me veo explicándole a un policía cabreado por qué debería dejar marchar a una borracha extranjera que no para de gritarle. No sé cómo hice para conservar un carnet que tirita. El resto del viaje me los pasé intentando sortear sus piernas tratando de apoyarse en el manillar. Puta loca, pensaba yo sin poder parar de reírme. No sé por qué alcanzo este grado de inconsciencia. Hay algo muy hermoso en la intoxicación etílica cuando no es autodestructiva. Esto no quiere decir que no lamente hacer lo que hago pudiendo haber lamentado algo mucho peor. Quiere decir que soy débil como para evitarlo. A muchos nos pasa. No es más que esa desinhibición que permite decirle a un amigo que lo quieres. Es un cántico a la represión malnacida y si acabara en muerte tendría sentido. Las carcajadas se han convertido en silencio. Desnudos miramos a la luna hasta que me percato de que ella me mira a mí. Me dice: eres el dios Pan. Me miro las piernas y empiezo a cocear. Pero no lo soy. Esta noche son las ninfas las que me espían tras los árboles.
Escuchamos un disco de Electric Octopus que es una jam de cuatro horas seguidas. Cuando llevas dos no sabes ni dónde estás. Azar, azar y más azar; delicioso azar. Y aunque en toda improvisación hay puntos de anclaje, aquí no. No sé si la volveré a ver. De eso trata esta historia, pienso mientras baja la persiana.
Al día siguiente salgo de allí. Jamás fumo con el sol, pero hoy lo necesito. Junto a su puerta veo cruzar una gigantesca bandada de pájaros que migra a saber dónde. En otra parte del horizonte el viento sigue meciendo una palmera. Esta mañana estoy metafórico, pero no me importa ser así de tonto. Quien observa tranquilo y hasta se emociona con el mínimo movimiento de una hoja, merece respeto –aunque si lo digo yo carece de credibilidad–. No importa. Hoy he salido vivo y dolorido de muchas situaciones. Tan solo me queda volver a mi vida. Ir a trabajar. Hace mucho viento. He perdido mis guantes. No he comido a penas. Me siento débil y frío. Conduzco por una carretera secundaria. Voy pensando en los pájaros, en la huida, en qué sigo haciendo aquí, cuando un coche frena en seco, intento esquivarlo y antes de chocar contra él me tiro al suelo. Me deslizo por el asfalto con la moto sobre mi pierna. Me retuerzo y grito. Aeolos me lo advirtió. La mujer del coche me dice que si voy borracho. Le rompería la cara si pudiera moverme. Llega una ambulancia. Se ríen de mi aspecto. Les espeto que si quieren me bajo de su puta ambulancia. Llega la policía. Tienen tanto frío que ni rellenan los papeles. Se van. Tengo que ir a trabajar… Tengo el alma quebrada y un pie que me pide auxilio. La moto no arranca. Se ha partido el retrovisor. Ni siquiera puedo ver si otro mal me sigue acechando, aunque pienso que Aeolos ya ha actuado. Voy a trabajar. El pie me duele cada vez más. Cinco horas después me voy a casa. Despierto entre dolores. No puedo caminar. Es la primera vez que tengo un accidente. Bajo a la farmacia a comprar vendas, antiinflamatorios, y pan. Paso el día tirado. Aún no se ha ido. Me llama y me dice que tiene algo para mí. Cojo mi bastón y voy hasta ella. Es un cuadro. Un pez enorme, negro, precioso, con una cola dibujada por líneas que se entrelazan y un cuerpo escamado por círculos irregulares. Busca algo en el fondo. Casi puede verse cómo se hunde en los corales negros.