Quería conquistarlo, así que le preparé una cena romántica. No tanto por la calidad de los alimentos, sino por los preparativos: me negocié una mesa, unas sillas de madera, una terraza en mitad de la huerta –en mi propia casa–, vino fresco, la luz de una palmatoria, un cielo estrellado y algún pavo que otro rompiendo con acierto el silencio que a partir de la media hora le pesa a un chico de ciudad. El resto fue echarse humo a la cara de cerca y asomarse a oler el río como si nunca lo hubiéramos intentado. Sonseras. Aun así no quería acostarme con él. Y no, no es esto un chascarrillo de maricones. Quería tocar la guitarra con él, cosa que pocas veces me sucede. Por aquel entonces mi escala de valores había cambiado como tantas otras veces. La música volvía a importarme más de la cuenta; la música y el fuego. Una navidad, siendo mancebo, me dio por escuchar en bucle Jingle bells rock mientras prendía papelitos con una vela que inconscientemente mi madre puso sobre la cómoda. Cuando hube quemado unos cuántos, probé a lanzarlos ardiendo por la ventana. [Una hoja al caer del árbol describe un movimiento sinuoso y estocástico que, lejos de provocar visiones perturbadoras o idílicas, relaja. A la oruga o al raposo poco le importa si cae la hoja o la piña, pero el hombre se sienta a observarla como mira las olas romper contra la costa. Es algo atávico. La consciencia del descontrol. La imposibilidad de la descripción… creo yo por poetizar un poco el vil acto del incendio que provoqué]. El papelito caía como la hoja, lento, tranquilo, haciendo tirabuzones sobre su eje transversal hasta que, una levísima ráfaga de aire lo atrajo hacia el toldo de la vecina del primero. Soplé como un gilipollas con todas mis fuerzas. Luego escupí. Luego corrí al baño a por agua. También la escupí, pero estaba tan nervioso que no acertaba a darle al papelito que generosamente compartía sus llamas con el viejo trozo de tela verde que esperaba una muerte próxima pero natural y más digna. Luego cogí un vaso y volví a fracasar en mi empresa. Entonces tuve que entrar en el salón donde mi madre compartía comida, bebida, música y conversación elegantemente con unos veinte adultos entre familiares y amigos; y, con siglos y siglos de vergüenza adanista, dije sin querer delatarme ni entrar en detalles: mamá, fuego. Lo siguiente que recuerdo fue un montón de gente en camisa lanzando barreños de agua por la ventana. Hasta se personaron los bomberos. Toda la timidez y el ultraje que desde crío sentía al compartir mis intimidades se vieron pisoteadas con tantísimas personas dentro de mi habitación y de mis deplorables actos. Mientras duró el fuego nada importaba, pero el fuego se apagaría y todos mirarían y verían dentro de mis inocentes ojos a un pirómano cuyo silencio no provenía de la educación o la bondad. ¿Pensarían a partir de ese entonces que era un monstruo? ¿Que cuando creciera trataría de robarles, abusar sexualmente de ellos o asesinarlos? Mi madre me cogió del pescuezo y me hizo bajar por las escaleras a la casa de la vecina para pedirle disculpas. Pero lo que más me preocupaba era subirlas. Lejos del castigo que pudiera recibir lo que me aterrorizaba era que mi madre no volviera a confiar en mí. Recuerdo que esas semanas sin salir y sin ordenador, traté de demostrar que no llevaba el demonio dentro.
Volvamos a 2019. Terminamos de cenar, apagué la palmatoria y me lo llevé a buscar una hoguera de San Juan. Él, el Jiménez, nunca había saltado ninguna. Es un chico de ciudad igual que yo, pero se peina y huele mejor. Paseando llegamos a una hoguera que se extinguía. El dueño del terreno nos invitó a quedarnos pero no a hablar. Al poco se fue y nos quedamos solos hasta que apareció un hombre. Un hostelero con ciertos problemas financieros al que no pondré nombre. Traía una pila enorme de archivadores. Nos saludamos respetuosamente y guardamos silencio mirando al fuego. Creo que él estaba pensando qué decir aunque no le importara una mierda qué pensáramos. Cuando se cansó, sin encontrar las palabras que buscaba, musitó: na… esto son algunas facturas y otros papeles sin importancia que espero que nunca me vuelvan a pedir. Y entre jejejejejejejes los lanzó al fuego. Me gustaría decir que salió una llamarada verde hasta los cielos que nos cegó, pero no ocurrió así. No al menos en ese momento. Eso ocurrió un rato más tarde cuando él ya se había ido. «Bueno, pues ya está. Me voy que mañana tengo que ir al juzgado. Hasta luego».
El Jiménez vino en pantalón corto y zapatillas de deporte porque le dije que había que saltar por el fuego. El Jiménez es el compañero de clase que en las excursiones siempre lleva crema solar y un bocadillo mejor que el tuyo y dinero en el bolsillo para comprarse un helado o una bolsa de cheetos. Es lo suficientemente guay para que no se lo roben, pero te dan ganas de hacerlo. Juega mejor al fútbol que tú y en general su estatus hace que nadie dude de él. Es por ello que cuento esta historia. Porque el Jiménez no cree a la gente como yo. Siempre dudó de la veracidad de mis historias como tantos otros que luego me han acompañado. Mi amigo Adrián me decía que tenía que mentir en mis textos omitiendo información rocambolesca que, aunque fuera totalmente cierta, pudiera hacer el relato inverosímil. Pero la historia de «El Vaca» sucedió, y el Jiménez se disculpó por haberme negado tantas otras veces.
La hoguera se estaba extinguiendo así que juntamos unas cuántas ramas con la esperanza de devolverle el vigor de la medianoche. Por suerte teníamos muy cerca una pila de unos dos metros de altura y cinco metros cuadrados de base. Le dije al Jiménez que llevara cuidado con los palets pues podía clavarse un clavo oxidado. Finalmente lo hice yo. Conseguimos levantar unas llamas lo suficientemente grandes como para necesitar atravesarlas saltando sin perder demasiada dignidad, hasta que apareció un hombre pequeño, delgado pero fibroso, más tatuajes que piel, peinado canalla pa’tras con aceite en vez de gomina y un par de orgullosos dientes de oro. Se acercó y nos dijo: ¿Eso es un fuego? Apartad, coño. Se quitó la camiseta y con la fuerza de siete hombres agarró un puñado de ramas gordas y un par de leños levantando un fulgor que nos hizo retroceder varios metros. ¿Veis? Eso es fuego. Nosotros, hijos de la nueva masculinidad, por primera vez nos replanteamos la virilidad de nuestro sexo mientras tratábamos de acertar si ese hombre iba a guisarnos esa noche.
Se presentó como El Vaca y nos dijo que lleváramos cuidado con el montón. Era el hermano del dueño del terreno, el cual estaba plantado observando la escena, con un silencio que, de constar en acta, encerraría a su hermano de por vida en la cárcel. El Vaca decía que el chabolo pegado a la casa lo había levantado con sus propias manos. No nos extrañó pues ese hombre podía levantar un tráiler con los meñiques rotos. «Mi chabolo es un palacio. LOS CIEGOS QUISIERAN VERLO». Charlamos con él. Nos contó que había estado en más cárceles de las que podía recordar. Que una fue por una gitana hija de puta a la que casi mata. También dijo que si pudiera volver con ella lo haría, que ella quiere; lo que pasa es que los gitanos son muy rencorosos y si se acerca por ahí sus hermanos le pegan un tiro. Padre de cinco hijos, adiestrador de gallos de pelea, chatarrero, putero y ladrón de brevas (higos). Le miré fijamente los nudillos tratando de estimar cuán peligroso era, hasta que se dio la vuelta y pude ver en su espalda la cara de Cristo borrosa en un tamaño DIN A3. En estas situaciones tienes que ser consciente de quién eres: un chaval ingenuo de ciudad o uno de barrio capaz de pegar un par de hostias y salir corriendo. Siendo lo primero lo mejor es saber medir las palabras, las sonrisas, las risas y los desacuerdos. Hasta llevarle la contraria es necesario, por muy peligroso que parezca.
Uno de los negocios del Vaca era comprar los rastrojos que los agricultores no querían e ir juntándolos para quemarlos la noche de San Juan. UNOS RASTROJICOS, ME DIJO EL HIJO DE LA GRAN PUTA. POR 20€ DE MIERDA. ME CAGO’N’TOS’SUS MUERTOS VIENE CON UN REMOLQUE LLENO DE RAMAS. SI LO VUELVO A VER LE RAJO EL CUELLO. COMO ME PILLE LA POLICÍA ME LLEVAN PRESO. El Vaca renegaba a la vez que con un rastrillo iba pasando «las ramicas» de la pila enorme a la hoguera. Cada vez sudaba más. Un negocio que sufría menos fue la lucrativa compraventa de estupefacientes en su chabolo: MADRE MÍA. ¡LA COLA DABA LA VUELTA A LA ARBOLEJA! Nos hablaba orgulloso de que el mayor de sus hijos ya había estado en la cárcel. Sin embargo lo más triste, lo más doloroso, las únicas lágrimas que pudimos imaginar en las resecas cuencas del Vaca, fue cuando nos habló de su gallo Pepe. Un gallo enorme, precioso. Mataba a todo gallo que se pusiera por delante. La ilusión de su vida, el niño de sus ojos hasta que un día llegó a casa y se lo encontró muerto. LA DROGA, CHAVALES. SOY UN PUTO DROGADICTO Y SE ME OLVIDÓ ECHARLE AGUA DURANTE DÍAS. LO MATÉ YO POR SUBNORMAL, ¡POR DROGATA! El vaca clavaba el rastrillo en la montonera de rastrojos sin variar el ritmo. A veces cogía más de la cuenta y perdía el equilibrio. Las llamas seguían creciendo en la noche huertana, silenciosa, ignorante, mientras un hombre escribía el libro de su vida tachando los párrafos negros. El Vaca soltó el rastrillo, se echó sobre el montón, escarbó y sacó un gallo tieso. Mi cerebro quiso pensar que era un juguete del agricultor que le trajo las ramas, pero no: MIRADLO. QUÉ LÁSTIMA… y sin pestañear lo lanzó a las llamas.
El Vaca siguió quemando rastrojos hasta que le entró sed. Había dejado radicalmente la bebida por una úlcera y solo fumaba porros y coca. Decía que el alcohol era un veneno malísimo para el cuerpo y para la familia. El huerto del hermano del Vaca estaba situado justo debajo de un tendido eléctrico pegado al colegio de la Arboleja, o al menos ahí era donde descansaba el montón de rastrojos. Nos invitó a entrar a su palacio (chabolo) a fumar un porro y probar sus brevas. El Vaca robaba brevas por la noche y las vendía a quien iba conociendo. Al entrar, un hedor intensísimo se apoderó de nuestra pituitaria. Nos mostró orgulloso la estancia. En el centro del recibidor/sala de estar, se ocultaba un volumen rectangular bajo una manta. Al levantarlo apareció una jaula y dentro de ella un gallo no tan hermoso como el que acabábamos de ver arder, pero al menos estaba hidratado y vivo. Nos invitó a pasar a su dormitorio. El Jiménez se sentó junto a él en una cama mugrienta y yo en una silla frente a ellos maravillado con los grafitis que poblaban las paredes. El Vaca nos preguntó si nos importaba que fumara un poco de base. Naturalmente negamos e insistimos en que lo hiciera. Mientras tanto yo le liaba un porro por decoro, del cual no fumaríamos por si teníamos que salir de allí corriendo. Mientras el Vaca sacaba la pipa, la cuchara y demás artilugios, fuera la hoguera seguía ardiendo ajena a nosotros. El Vaca terminó de preparar la dosis y fumó. No recuerdo haber visto una cara de placer tan grande (Vaca) junto a una de tanto horror (Jiménez). Admiraba el cuadro hasta que un destello de luz me sacó de aquella ensoñación. Exclamé: ¡joooder, la hoguera! El Jiménez se asomó por la ventana y dijo con la parsimonia y gracia que le caracterizan: Ehm… ¿el montón grande también debería estar ardiendo? El Vaca giró la cabeza como un teleñeco y gritó: ¡¡¡HOSTIA, EL COLEGIO, QUE SE LE PEGA FUEGO AL COLEGIO!!! Nos pusimos en pie, el Jiménez salió corriendo, el Vaca valoró todas las opciones y dijo, bueno… ya salgo… ya salgo…, y se sentó a terminarse la pipa. Salí delante de él. El fuego se elevaba sobre los árboles y yo ya veía a los bomberos, la Guardia Civil y a mi madre cogiéndome del pescuezo de camino a pedirle disculpas al director. Otra vez el puto papelito flotando por el aire… Un rato después salió el vaca tras haberse pimplado sus espinacas y como Popeye sacó el rastrillo y empezó a lanzar ramas ardiendo de un montón a otro. No supimos qué hacer, tan solo mirar atónitos y proponer echar agua, pero el Vaca no nos dejó. Lo que le faltaba al Vaca, que encima se personara la policía y descubriera su alijo y al gallo. No hubo que lamentar nada. Con la fuerza de un superviviente y la dudosa ayuda de la química, el Vaca amainó las llamas, me dio su número de teléfono por si quería que me cogiera un cubo de brevas, nos despedimos con un apretón y nos largamos de allí. Por el camino me fui secando el sudor de las manos.