La canción que soy yo

Artículo escrito por Andrea Tovar

Estábamos tumbados en el suelo. Debajo de nuestras cabezas había una alfombra algo raída. Teníamos la ventana cerrada para que ningún vecino de la residencia pudiera espiarnos. Nos parecía que lo que estábamos haciendo ahí era muy privado. Por algún motivo, habría sido intolerable que alguien nos espiara, aunque fuera la estudiante de intercambio medio irlandesa medio francesa, tan maja, siempre tan resacosa, tan pajiza. Aunque fuera ella con un simple hi, no podíamos permitirlo.

Por eso la habitación iba llenándose de humo conforme pasaban las horas y acabábamos con las gargantas en carne viva. Lo único que hacíamos era teclear canciones en el buscador y dejar que sonaran mientras que mirábamos las formas que hacía el humo a la luz de la lámpara. Esa luz tenue y el humo dando vueltas, ascendiendo y retorciéndose en un grito mudo, a modo de coreografía.

Así fue como escuché por primera vez esa canción.

Unos meses más tarde, o quizá algunos años, no lo sé, jugamos a un juego. No tenía nada de obsceno, no implicaba beber ni ninguna guarrada inenarrable. Era simple. Se trataba de identificar al otro en una canción.

Pensándolo bien, no era tan sencillo. Resumir una esencia entera, una amalgama de características variopintas y superpuestas, contradictorias muchas veces, en una canción… Joder, era el juego más difícil del mundo.

Yo no recuerdo bien qué canción le asigné. Si no lo recuerdo, es que no tendría importancia. Seguramente quise salir del paso y elegí alguna que me sonara medio guay, para hacerme la interesante. No habría podido decirle, por ejemplo, que me recordaba a la Macarena o al Despacito -de los cojones-, a Baila, morena o alguna cosa del estilo. Aun así, él se lo tomó en serio. Estuvo pensando durante una eternidad y luego me dio dos sencillas palabras. Las del título de esa canción.

Pyramid. Song.

Sonreí, porque está muy bien que alguien te diga que eres Radiohead. Básicamente suena a profundo, voluble, con ligera tendencia a la depresión, un poco introspectivo de más, pero brutalmente honesto y sensible. A eso me sonó a mí, al menos.

La anécdota quedó archivada en los anales de mi memoria –anales. Qué palabra-. Y por alguna razón ha vuelto a mí hoy, mientras le daba vueltas a cuál de las mil ideas revoltosas elegir de la pecera, para echarle la caña y servirla en el plato. O sea: quería saber sobre qué merecía la pena escribir. Esta tarde. Un día cualquiera. Le he preguntado a una buena amiga, y me ha contestado esto:

  • No soy de ayuda, me temo. A mí no me interesa leer sobre nada- seguramente lo de “me temo” no lo ha dicho. Era por hacerlo más narrativo.
  • ¿Por qué esa apatía?- he preguntado yo.
  • No es apatía- se reía.- Es que estoy harta de que me lo expliquen todo. Siempre están intentando explicarnos las cosas. De qué va la vida, ¿sabes?

He asentido.

Por alguna razón, ella se ha visto en la obligación de añadir algo más, quizá para no ofenderme, aunque no me ofendía en absoluto.

  • Quiero decir que, en fin. A mí me gusta cuando escribes textos que me dejan espacio. Por ejemplo las notas que me enseñabas, las de tu cuaderno.
  • Bueno, te gustaban mis cuadernos porque así hurgabas en mis intimidades.

Se ha reído otra vez.

  • No, no es por eso. Es que cuando el autor no cierra la reflexión, yo también me permito… ser. Si no, ¿para qué leer nada? Todo es adoctrinamiento. Ya tengo bastante.

Admito que en el momento, aunque me haya parecido una idea interesante, he pensado en preguntar a otra persona. Tenía que elegir un pez, vaya. El tiempo apremiaba.

Sin embargo… conforme han ido pasando las horas, y yo seguía cavilando –qué le interesa a la gente, qué puedo contar, sobre qué escribir…- me he dado cuenta de una cosa. Básicamente, de que tiene razón.

Yo no puedo clarificarle el mundo a nadie. Ni siquiera a mí misma.

Así que he venido corriendo al ordenador a escuchar Pyramid song. Por alguna razón, esa canción soy yo y también un poco mi visión del mundo, aunque a veces se me olvide. No pretendo imponerla a nadie, porque iría en contra del espíritu de todo esto. Sin embargo, creo firmemente en el poder del que hablaba mi amiga. Y es que las palabras tienen que hacer que surjan otras dentro de nosotros. Ecos que se transforman en preguntas personales, que reproducen vivencias propias. La magia de las palabras es, precisamente, despertar los sentimientos ajenos. No aleccionarlos.

Por eso me gustó ser Pyramid Song, porque el sentido de la música, y particularmente de la música con algún tinte electrónico –en el álbum Amnesiac ya experimentaban con la electrónica en una fase prenatal, muy acústico-, es ese: dejar espacio. Ellos ponen la banda sonora, te guían en un camino que tú recorres. Los pasos son tuyos y el sendero lo ponen ellos. Y en este mundo donde hay reglas para todo, donde te dicen cómo debes ser y qué debes hacer y qué no, donde sabes lo que procede, lo que no procede, donde el maniqueísmo es rey y señor… eso está bien.

Está bien que música y letra no concuerden. Que la canción parezca desacompasada, que a veces se repitan los ritmos o las frases. La vida no es perfecta, no es estribillo y estrofa y bis.

La vida es una serie de imprevistos concatenados con más o menos sentido. Y las personas somos solo un cúmulo de anomalías juntas, un pellizco de esta y aquella rareza. Al menos, tenemos que seguir luchando por serlo. Por que no nos convirtamos todos en la misma canción.

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