Día 5|Dead Combo, Pascuala Ilbaca y Mariza: «Desafío número 5» [La Mar de Músicas 2019]

Desafío número 5 de la numerología. Consiste en superar el deseo y la demanda de libertad a cualquier precio. Este desafío es muy difícil de manejar porque usted se siente inclinado a ser sumamente impulsivo; quiere probar una vez todo y es lo bastante inestable como para no profundizar en nada. El cambio es necesario, pero debe manejarlo con inteligencia. Es cierto que el deseo por el cambio no está asociado con un deseo de escapar de la responsabilidad. En cualquier caso, este desafío consiste en que aprenda lo más pronto posible en la vida a controlar sus impulsos.

Un día cualquiera, pasando por una rotonda de camino a casa, nuestro casero se encontró a dos eslovacos. Les ofreció cama durante una noche y se quedaron 5 años en la nave industrial que colinda con su casa. Durante ese tiempo construyeron las paredes y el techo bajo el que dormimos. Se querían, pero solo estaban de paso –sí, cinco años–. Un buen día, estando el casero y dos amigos en el club náutico bañándose en calzoncillos, los echaron. El casero que es juicioso le espetó al guardia que los calzoncillos Calvin Klein de sus amigos eran más caros que el bañador de cualquier socio. El reloj marcaba las seis de la tarde, estaban borrachos en mitad de la calle, se habían quedado sin plan y no sabían qué hacer, así que el casero preguntó: ¿y si nos vamos a Eslovaquia a ver a Roman y André? Sus hijos estarían acabando de merendar.

Lo siento. De verdad. Estos días he hablado demasiado sobre nuestro casero y vosotros no tenéis la culpa. Ni siquiera nosotros. Somos víctimas. Pero es nuestra familia. Y a la familia nunca se le da la espalda. Ni siquiera cuando quedan 15 minutos para que empiece el primer concierto del festival y el hombre se acerca con tres cervezas a COMUNICARSE con nosotros. Perdonad que grite. Pero es hermoso. El puto casero, aun con todos los pelos que tiene en las orejas, con sus gritos y sus hostias desprevenidas, es un ser hermoso. Y claro, nos dice: ¿¿¿NO OS HE CONTADO LA HISTORIA DE CUANDO ME FUI A ESLOVAQUIA??? Podría estar tocando el mismísimo Freddy Mercury, que nadie se va cuando el casero dice OS VOY A CONTAR LA HISTORIA DE CUANDO ME FUI A ESLOVAQUIA.

Recuerdo la noticia que leí sobre un vagabundo ibicenco al que detuvieron por armar un escándalo en una heladería. Lo trasladaron a una unidad psiquiátrica y lo trataron. Querían saber quién era, por qué estaba allí, pero era incapaz de saberlo, hasta que un día recordó su nombre. Hacía dos años que su familia lo buscaba. Sufrió un brote psicótico y sin saber por qué acabó en las calles de Ibiza. Dos le costó a la suerte dar con un médico que lo tratara como un enfermo y no lo despreciara como un loco. Es uno de esos casos en los que las desapariciones no ocurren en mitad de un bosque. Y en contra de lo que nos cuentan, son las más frecuentes. Dieron con su familia y hoy vive, no sabemos si feliz, pero junto a ellos.

¿Quién no se siente perdido en 2019? Llevo meses sin escribir una sola letra y tras cuatro días aquí creo que podría olvidar mi nombre en cualquier momento. Y no porque me lo robe un yonqui de camino al moro, sino porque empiezo a sentirme parte de un momento muy concreto del presente y los presentes rara vez ocurren en la rutina. No se puede esperar más de un pasado reiterativo que mejora con un algoritmo de aprendizaje lento. Las decisiones se toman por impulsos, poner la bola, guiñar el ojo y disparar en menos de un segundo. El desafío no es controlarlo, sino controlarlo un poco más que el casero.

Descubrí Dead Combo a través de Marc Ribot, imagino que siguiendo el camino de cualquier friki de la guitarra. Lisboa Mulata es una de esas obras que exigen más de un viaje en coche con la radio rota y ningún otro CD en la guantera. Su aridez se mezcla con desencanto, rudeza y una sencillez insólita. Con él aprendí que una buena melodía suena mejor cuanto más cerdean las cuerdas. Yo, que tenía una novia y quería impresionarla con mi eclecticismo, buscaba vídeos en directo que me aseguraran un beso apasionado, pero no encontraba ninguno bueno. Me preguntaba entonces si se me había atrofiado el oído. Volvía al disco y ¡allí estaban! Me costó elegir, pero pude. He pasado años anotando las fechas de sus giras. Por eso, por primera vez, elijo robarle un buen sitio a la gente que paga por estos conciertos. Mis compañeros de “profesión” –qué poca vergüenza tengo diciendo esto– han hecho lo mismo. Todos tenemos la esperanza de volver a encontrar oro en este escenario que se ha prodigado como el más gratificante de la actual edición.

Empiezan desaforados, como si estuviéramos en la punk party de una casa okupa en Berlín. No me entra. Me han despatarrado sobre un potro y ni siquiera se han mojado las manos. Aun así, pongo de mi parte y no me bajo. Tienen tanta potencia que me agarro con las uñas al cuero para no salir volando. Pero el concierto sigue y, aunque tienen momentos absolutamente geniales: misterio, fraseos, dos guitarras que suenan a tuétano, un batería zarandeando semillas de calabaza como un chamán; los temas siempre acaban con el mismo truco: oleaje y surf. No hay una marea, no hay una resaca. Si llega la hora de hacer ruido y no estoy empalmado no merece la pena seguir sentado, aunque Antunes ni se daría cuenta porque no levanta la cabeza ni al presentar. Demasiada reverb de muelles, demasiados golpecitos, hasta una moneda rodando por la caja de la guitarra –aunque el momento theremín, mola–, y qué decir de una batería que suena -técnicamente- a la misma batería que puedes escuchar en cualquier festival indie en 2019, apretada, sin dinámica, sin gusto. Para impresionar al público bien les valdría echar por otros derroteros. No les hace falta buscar mucho, los pasajes de pata de pollo colgada al cuello que tienen en sus buenas canciones les valen. ¡Esta gente tiene himnos, joder! Pero para cruzar los pantanos hay que descalzarse. Hacen 30 grados y no se abren ni el primer botón de las chaquetas. O son zombies o esclavos de la imagen, como dice Miguel Tébar. Aun así, Antonio Antunes es uno de esos tipos que podría encontrarme en Los Mateos dando un paseo. Con un chándal y unas Kelme me los creería; cuando graban discos visten así. Dead Combo, el único grupo del que aceptaría trucos de magia, al final del concierto no se han sacado ni un triste pichón de la chistera.

Paco me enseña una foto que ha hecho con el Hubble que lleva por cámara y me dice: Mariza lleva ortodoncia –pausa dramática– por si te interesa… El graciosillo sabe en las tonterías que me fijo. Así que, por llevar la contraria, intento ponerme serio, pero Mariza grita tanto que no puedo dejar de pensar en mi casero diciéndole a Diego: mira, como me vuelvas a hablar así de flojito te parto la cara. A ver si me tengo poner un cartel de ESTOY SORDO como los subnormales. Este proyecto tiene un acto muy bonito. España y Portugal son los únicos países que tienen una guitarra con identidad propia y Mariza las hace compartir el pan en la mesa. Al igual que en España ni Dios sabe hablar portugués, estaría bien que perdiéramos esa insolencia e incluyéramos su guitarra como prima hermana que es. Mariza nos coge prestada la nuestra para hacer un fado además de pop, ñoñete. No hay por qué criticar a Pasión Vega por lucir trajes con brillantina a kilómetros de un instrumento, pero los músicos cuanto más apretados menos se le ven las plumas y ella tiene un escenario que parece un gallinero del que acaba de salir un zorro, por mucho que se acerque a visitarlos en vacaciones. Tenía mis dudas, porque aunque esto parezca una querella, el concierto sale absuelto. Lo que pasa es que a estos grandes de la canción se les ve a la legua la mecánica cuando piden al público cantar. Deben haber contratado todos al mismo productor de directo. ¡Que lo ahorquen, que lo quemen! Basta ya de la misma gilipollez. El colofón lo pone cuando le arranca de las falanges el Canto de Osanha al pobre Vinicius de Moraes y a Baden Powell. Muy tranquilos descansaban hasta que se da un paseo por el cementerio de Río para tratar de resucitarlos, pero ver a los muertos cantar da más grima que alegría. Desde ayer sigo pensando que según para qué drogarse es clave. Y si no quieres hacerlo, mejor que pruebes a ser tú mismo.

Le he repetido exultante 5 veces esta consigna a Diego: ¡Por fin, he terminado! –vuelta honorífica con el puño en alto– ¡¡Hostia no!!! ¡¡Pascuala Ilbaca!! Y no es que pasara desapercibida, pero Diego tiene tantas ganas de salir de este zulo que mi mente optimiza. Ante la decepción de quedarnos en casa un rato más, Diego busca una solución: tiiio, no te rayes, pon esto: “fue un concierto muy chulo, había una bandera de chile, fuimos felices sonreímos y bailamos y Diego se quedó sordo. Fin”. Playa. De este final dramático tiene la culpa la PA del escenario del Ayuntamiento. Lo dije el año pasado, pero lo repito. Una PA estacada a la altura del pecho –los altavoces apoyados en el suelo– no tienen sentido en un espacio en que la gente está de pie. Una masa de gente genera una sombra que absorbe las frecuencias agudas como mantequilla en una sartén. El técnico, naturalmente contrarresta reforzando esas frecuencias. ¿Conclusión? La consulta del otorrinolaringólogo saturada. No sé qué problema logístico puede tener colgar dos tristes line arrays de un puente.

Los brazos de Pascuala son fuertes. Entre ellos podría acunarse a Sansón. Quizá por eso «Pascuala y su acordeón» sería un título del que ni se reirían sus compañeros de clase de sexto, ni siquiera cuando sujetara un libro de Gabriela Mistral. No hay que tener miedo que se tuvo hace 70 años. Como el que superó Gabriela a la que Ilbaca homenajea puño violeta en alto, con más elegancia y talante que Miss Bolivia o Elza Soares gritando como un mutante deshaciéndose “las mujeeeeres, las muuuuujeeeeres”. Qué placer, qué gusto: cumbia, bailongos, bailongas. Batería acústica, guitarra española, acordeón, un poco más de tierra, más folclore, pero con suficiente pop para congregar a todos, e incluso algún pasaje loco que, por qué no, me recuerda a Fumaça Preta. Gran espectáculo de la chilena que por el final hace un canto a la cultura que se vive en las calles bajo las pérgolas –a refugio del sol–. Qué imagen tan bonita… Lástima que en Murcia todo sean solariums de cemento sin más sombra que la de una pasarela de Calatrava.

Esperaba mucho más de este día, pero claro, la vida es comparar y, ¿quién va a superar la historia del viaje a Eslovaquia del casero?

Fotografías de Diego Montana

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