
Al amanecer miro a la mesilla y me encuentro todos los pañuelos del ayer descapullados, despegados del moco, abiertos como si el sol puñetero que a mí me ha quebrado el sueño les hubiera dado la energía necesaria para florecer. Durante la madrugada los fui dejando ahí unos encima de otros, cerrados en puño, en esos momentos en que el hombre que los depositaba era mi yo de anoche, muy distinto del que amanece. Cuando dormimos, no sé yo qué trajines tendrá la calimondra nuestra, la candeal y redonda, y cicatrizada, y cicatera, surrealista, maníaca, pelota, testa o como quieran, que nos transforma el sentimiento.
Siempre se ha dicho que hay que dormir las decisiones, que con la cabeza sin sueño se piensa mejor. Es verdad, a la noche sufrimos la física derrota de los impedidos, pero también estamos más fecundados, cargados de proyectos, de sinceridades, sueños, de párpados que decaen pero a los que les llega la resistencia roja que el corazón les enchuta. Y al aletear bobaliconamente las pestañas, todos somos otros, todos somos esos que no éramos anoche, y nos preguntamos qué hacen ahí todos los pañuelos desflorados, por qué anoche canté aquella canción y no me quedé mudo, por qué sugerí aquello y no dije lo otro, por qué no callé, en definitiva, como callan los sabios. No importa que nos hubiésemos ido durmiendo al compás de una vihuela cubana, felices, no sé, pensando en alguien, pensándonos tú y yo, da lo mismo. Todo lo frustra el amanecer. Y ya todo es recuerdo, que el recuerdo es/ la pena de sí mismo,/ el dolor del tamaño,/ del tiempo dijo Salinas. Del moco que dejó transparente sombra sobre el pañuelo.
Me incorporo y siento un vahído triste, una pesadumbre que pesa de veras. Hay como una desilusión odorífica al elegir la ropa, nos desagrada mirarnos la legaña en el espejo y, luego, ya en pelota, nuestros oídos también despiertan quejosos cuando empinamos el mango de la ducha para que vomite la lluvia la alcachofa. Ducharse es ser protagonista de un chaparrón sencillamente. Ducharse no es más que pegar las palmas a los pabellones auditivos y escuchar el repiqueteo de las gotas sobre el cráneo. Y así, ducharse es el recuerdo de una tormenta pretérita. Ya saben lo de Borges: La lluvia es una cosa que siempre sucede en el pasado.
Del pasado más remoto tengo yo la tos pectoral mañanera que sabe ligeramente a sangre. Anoche, cuando no éramos los de ahora, el pecho respiraba henchido, suspiraba palabras silbantes y éramos próceres de la asamblea nocturna del amparo ante tanta oscuridad. Tarareábamos ‘El soldado’ de María Teresa Vera y Rafael Zequeira, y que suena al final de la película ‘Lugares comunes’. Y con una decaída esperanza nos cantábamos: Me voy, me voy. Pero no llores, alma mía, que volveré mañana, sabiendo que mañana no volveríamos ninguno, que Larra tampoco volvió cuando se lo insultaron aquellos funcionarios del Diecinueve. Adiós, adiós, lucero de mis noches. Tan sencillamente que ya se me riegan los ojos.
Que yo recuerde ahora, creo que aún no he gastado pañuelos para borrarme ningunas lágrimas. Para eso uso yo las yemas de los dedos, que se restriegan por mis párpados hasta que me acaban escociendo los ojizarcos míos, que los he sacado de las dos abuelas. Ellos, los pañuelos, no me sirven para espantar el llanto porque yo siempre fui de llorar a lágrima viva y de querer sentir la ardiente gota deslizarse por mis mejillas, dejarlas secar al calor de mi dermis y aspirar un recuerdo marítimo de promesa, no llores, ángel mío, que volveré mañana, aunque nos estemos dando el adiós definitivo. Como cuando llego a casa y me voy sacando del bolsillo todos los pañuelos usados, dejándolos sobre la mesilla para cantarles el adiós, porque sé que mañana su moco, ya su moco y no el mío, amanecerá desaparecido, el pañuelo desperezado con la sombra líquida que dejó la flema, mientras yo voy estriñendo la cara para llamar a las lágrimas y que me rompan el tapón de mi tabique.